Mi Poder en la Constitución
- Esteban Darquea Cabezas
- Apr 15
- 3 min read
Soñé que fui electo presidente de mi país: La República del Ecuador. Decenas de asesores bien educados, formados en las mejores universidades del mundo, me guiaban a través de distintas áreas de conocimiento. Aprendí, por ejemplo, que el estado no es más que un sistema criminal organizado. Es decir, en lugar de tomarse las propiedades de los ciudadanos a la fuerza, usa los impuestos.
No siempre existió el estado. Fuimos nómadas y cazadores recolectores antes que nada, hasta 1651. Año en que Thomas Hobbes publica El Leviatán, donde propone una entidad soberana a partir del contrato social para evitar caos y guerras entre individuos.
También aprendí viajando. Me adentré en las entrañas de mi país, con un montón de sociólogos y gente experta en las diferentes culturas que habitan nuestra República. Las abismales diferencias culturales hacen que la tarea de gobernar y dar gusto a todas las personas sea un reto cercano a lo imposible. Los negros, los cholos, los blancos, los indios, los mestizos, los mulatos, absolutamente todos quieren ser tomados en cuenta — a veces incluso a costa de otro grupo.
Aprendí acerca de las telecomunicaciones y los contratos podridos que llevan años perjudicando al país pero que nadie dice nada, pues la única voz que los puede callar es la misma que se traga los sobornos millonarios. Aprendí que el petróleo nunca se dejará de extraer. No hasta que la última gota sea exprimida de este pobre planeta agónico. No importa cuantos gobiernos pasen ni tampoco importan sus agendas ambientalistas o extractivistas: succionarán todo, hasta que no quede más que succionar.
Aprendí que ya no existe ni la izquierda ni la derecha. Y también aprendí que — aunque existiesen — ambas manos están igual de sucias. Aprendí que el narcotráfico ha sometido hasta al más honesto de los burócratas y que el boom del liberalismo y el culto a la libertad terminó convirtiéndose en un libertinaje salvaje, libre de ética y de educación básica. El progresismo enfermo se tornó en un circo y al final de todo, quedó en pie el tan criticado y odiado capitalismo. El único que permite a la sociedad seguir con vida.
¿Pero qué vida?, me pregunto yo. Una vida que parecen las ultimas semanas de un paciente que solo respira gracias a una máquina que suple la función de sus pulmones, y otra que filtra las sustancias que deberían hacer los riñones, pero lamentablemente estos ya no funcionan. Y de vez en cuando entran doctores y enfermeras en la madrugada con el desfibrilador cargado, listos para revivir al muerto en vida. ¿Es acaso esta la sociedad que imaginó Hobbes en el siglo XVII?
Difícil saberlo, pero lo dudo.
Luego de un destello rápido de imágenes y sucesos varios, me encontré en la asamblea nacional, rodeado de gente sin rostro, policías y los colores amarillo, azul y rojo por todo lado. Mientras subía las gradas tapizadas con una enorme y elegante alfombra roja, pude ver el destello de las letras bordadas con hilo de oro que formaban las palabras: MI PODER EN LA CONSTUTUCIÓN. Pocos metros antes de pararme frente a la persona que me iba a colocar la banda presidencial, escuché el estruendo de los aviones de guerra pasar sobre nosotros, desde el norte, detrás de las montañas. Pensé en Allende y unos segundos después vino la primera explosión, y entonces… desperté.
Me levanté con un sentimiento difícil de explicar, pero podría decir que la palabra más cercana es desasosiego. Fue en ese momento letárgico que acompaña al despertar cuando se me vinieron a la cabeza las palabras de Vargas Llosa: “El boom ya no existe, yo soy en cierta forma el último sobreviviente. A mí me toca el triste privilegio de tener que apagar la luz y cerrar la puerta.”
ED
*En honor al genio, Mario Vargas Llosa (1936–2025)
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