Se veían las luces de la ciudad a lo lejos. Al atardecer, cuando aún se dejaba ver la nieve del volcán Cotopaxi, una por una se encendían las luces de la ciudad. El privilegio que tenía en ese momento, nunca lo entendí hasta ahora. Los abuelos. La chimenea. La brisa acariciando la acacia azul.
Ese era el paisaje desde el jardín de la finca de mis abuelos. Un lugar especial que forma parte de los cimientos de mi memoria. Y por ende todos los pequeños objetos e historias que allí se tejieron. La colcha de lana de colores, que se guardaba dentro del viejo baúl de madera, servía para protegerme del frío mientras se acercaba la noche. Me sentaba en soledad, durante horas, para ver ese simple pero hipnotizante espectáculo: la luz del día daba paso a la penumbra y a la luz creada por el hombre.
Para ese hora, mi abuela por lo general ya me había enviado en busca de leña, para encender la chimenea. Nancy, quien en ese entonces mantenía la finca, generalmente se encargaba de prender el fuego. La preocupación de mi abuela era que si yo lo hacía, podía incendiar la casa. Poco a poco, con el pasar de los años, me fue entregando la confianza para hacerlo e, irónicamente, Nancy fue quien perdió la confianza de la familia algunos años después, por detalles que no vienen al caso.
Aun recuerdo el crepitar de la leña que se consumía lentamente mientras mi abuelito Rodrigo escuchaba música en la sala, y yo jugaba telefunken con mi abuela en la mesa del comedor. Esa enorme mesa de madera sólida que mágicamente daba de comer a una docena de personas, cuando en realidad, solo fue diseñada para seis. Milagros que hacen los abuelos me imagino.

Ahora estoy en el carro, estacionado en una zona alta de la ciudad. Desde aquí veo las mismas luces de la ciudad, pero no siento el mismo silencio. Sirenas de ambulancias, bocinas de gente ansiosa por llegar a su casa después de una larga y tediosa jornada de trabajo, los frenos de los buses y los gritos de los vecinos. Ya no siento la brisa. Ya no huelo los azahares. Ya no están los enormes árboles de aguacate que usábamos como refugio.
Nunca más conocí el silencio, ese silencio.
Quizás sea una virtud común de todo ser humano, el recordar esos momentos sencillos de la vida. Aquellos momentos congelados entre el minúsculo espacio entre el recuerdo y el olvido. Momentos silenciosos, momentos de paz, sin el bullicio de la vida moderna. Sin el bullicio de la mente. Tal vez no es un tema geográfico, mas si temporal. Quiero decir que no tiene que ver con irse de viaje a lugares remotos para recuperar ese silencio. Tiene que ver con el tiempo que ha pasado, la vida que hemos recorrido, que poco a poco se aleja de esos lugares y los convierte en borrosos recuerdos a los que nos aferramos desesperadamente antes de que se escapen del todo.
Recuerdos que llegan a veces en forma del olor de una flor o el sonido de la brisa que acariciaba la acacia azul. La misma acacia azul que veía desde la ventana de la sala principal. Aquella que nunca más volveré a ver, como el silencio que nunca más volveré a oír.
ED
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