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¿Y vos qué sabes? 

Eso diría alguien que me lea escribiendo sobre el fútbol. Lo que quizás no sepa, es que el fútbol fue mi primera pasión. Si, la primera. Y es que no me quedaba de otra, como la gran mayoría de niños latinoamericanos. Una pelota y veintidós personas detrás de ella, un juego que incendia los corazones de millones de personas, el deporte rey. Como olvidar las tardes con los amigos del barrio, pateando la pelota en el parque, improvisando arcos de fútbol con gorras y chompas de la escuela. Como tesoros guardo esos breves instantes en que nos convertíamos en goleadores, en arqueros heroicos y en capitanes bravos que abogaban justicia para su equipo.

 

Yo para jugar: malo, malo, malo. Por eso me limitaba a apreciar las destrezas y talentos de compañeros de escuela que se movían con gracia y manejaban la pelota con una facilidad envidiable. A pesar de mis falencias como jugador, me convertí en un estudioso del fútbol. Estudiaba los partidos de las ligas más importantes del mundo: el Brasileirão, la Liga española, la Serie A italiana, la Premier League inglesa; escuchaba las conferencias de prensa de los directores técnicos, analizaba atentamente las entrevistas a los jugadores sobre estrategias y fallas durante los partidos. Me sumergía en palabras como: líbero, tácticas, la formación WM, y el mundialmente odiado offside. Y, por supuesto, nunca puede faltar el equipo al que uno le dedica alegrías y sufrimientos, el equipo de la infancia, el equipo al que uno llama propio. En mi caso, este equipo siempre fue el Deportivo Quito. 


Mi papá me llevaba al estadio Olímpico Atahualpa religiosamente los domingos. Dejaba el carro lejos, pues el tráfico se tornaba una locura en esos días, y caminábamos el resto del trayecto. Otras veces — las más caóticas — íbamos en trolebús. Ese camino hacia el estadio lo recorríamos acompañados de otras miles de personas vestidas de azul-grana, cantando, tomando cerveza, algunos belicosos esperando que aparezcan los del otro equipo para empezar las provocaciones. Unos iban a tribuna, unos a general, otros a preferencia y la minoría (que prefería una silla cómoda) pagaba el palco. A veces ganaba nuestro equipo, otras veces perdía. Fue por aquel entonces que aprendí una valiosa lección de vida. Aprendí que los resultados son circunstanciales.

 

Habían veces en que nuestro equipo jugaba de forma extraordinaria, pero perdía. Otras veces jugaba pésimo, se salvaba de tres o cuatro goles seguros y ganaba el partido con un gol de penal. Fue en ese entonces que aprendí a disfrutar del proceso: de los gritos, los cantos, las risas, los insultos, las empanadas de morocho y hasta los baños - sucios como la conciencia de muchos. No recuerdo, en cambio, un gol en particular o del desempeño del equipo en tal o cual partido. Quizás por ese motivo ahora sostengo que es la misma memoria la que filtra aquello que realmente nos ha llenado de significado y me doy cuenta de que la gran mayoría de veces, esto difiere de lo que uno creía importante en ese momento. Caprichosa la memoria, caprichosa la vida.



Los alquimistas

La capacidad de mover las fichas sobre el tablero, pero sobre todo, de mantener armonía en el vestuario, fue lo que más me atrajo de la labor del director técnico en el fútbol. Ese personaje – que muchas veces suele ser ex jugador – debe poner en orden a un grupo humano y explotar las virtudes de cada uno de ellos, al tiempo que maquilla sus defectos. Luego de eso, debe cohesionar esas virtudes para generar armonía en el juego y, en ultima instancia, ganar, ganar y ganar. Compleja tarea tomando en cuenta que cada persona es un universo en sí mismo. Esta labor, pensaba yo, es similar a lo que hacían los alquimistas en el pasado.

 

Por allá en el 2010 empecé a seguir al Manchester City. Un equipo inglés con mucha historia, fundado en 1880. Un gran equipo que en los últimos años, bajo la tutela de Josep Guardiola, revolucionó el futbol con su forma de jugar y la asombrosa cantidad de títulos ganados. Hoy, sin embargo, el equipo perdió 5 a 1 contra el equipo londinense del Arsenal. Más allá de la frustración como seguidor del equipo, me tranquiliza el hecho de que se comprueba una vez más que nada es permanente en la vida. Pensé en la transitoriedad de las cosas, tanto de lo bueno como de lo malo. ¿Acaso un mal resultado — o una mala racha en este caso en particular — determinan al equipo como un fracaso o un éxito? La respuesta es no, en lo absoluto.

 

En este sentido, rescato un par de lecciones absorbidas durante muchos años de lectura y estudio de dos alquimistas en particular, a los que he seguido de cerca. De Guardiola, aprendí sobre la importancia de las pequeñas cosas, que suelen ser nimiedades para otros. Por ejemplo, el valor de un vestuario saludable. Me atrajo su talento para manejar grupos humanos y, sobre todo, la importancia de sacar las manzanas podridas lo antes posible, antes de que contaminen al resto. Es decir, algunas veces no importa el talento del jugador, si es que es tóxico para el equipo. De Diego Pablo Simeone, el Cholo, rescato la importancia del esfuerzo y el trabajo duro. Solo juega quien lo da todo en el entrenamiento — dice constantemente en las conferencias de prensa. Una anécdota curiosa es que su hijo, Giuliano, juega como titular indiscutible en el Atlético de Madrid en la actualidad. Su rendimiento y su energía – como el mismo técnico (su papá) dice – son las dos cualidades por las que juega. No su apellido. 


Cruyff, Arrigo Sacchi, Ancelotti, Wanderlei Luxemburgo, Mourinho, Guardiola, el Cholo… Todos ellos, junto con un sinfín de jugadores —algunos buenos y otros no tanto—, han sido fundamentales para mi comprensión del deporte rey. Un deporte que une y da esperanza, que —al menos en nuestros países— logra que la desesperanza, el hambre y la pobreza se evaporen durante noventa minutos.


Hasta ahora, en mi vida, he visto otro fenómeno que se compare a este.


ED



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