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Perpetua

Podía escucharla lavando la loza, de vez en cuando cerraba la llave de agua, como que se aseguraba de que yo seguía ahí parado atrás suyo.


La conocí en una feria. Estaba vestida con una falda turquesa larga hasta los tobillos, una blusa blanca y esas sandalias negras que había comprado en Madrid el verano pasado. Yo estaba tratando de llegar a la oficina, tenia que entregar el reporte de fin de mes. La empresa donde trabajaba en ese entonces, se dedicaba a comprar emprendimientos en quiebra, reestructurarlos y luego venderlos al doble o triple de su valor inicial. El reporte que tenía en la mano era crucial para la evaluación de una firma Brasilera que desarrollaba software para la detección de partículas de mercurio en los procesos de minería. Aparentemente estaban con problemas de liquidez, y necesitaban urgente una inyección de capital, y ahí entrabamos nosotros, como manada de lobos olfateando un ciervo herido, surivival of the fittest lo llamó Darwin.


Ese día se me ocurrió cortar camino por esas calles angostas y empedradas del centro histórico. Olvidé que empezaban las celebraciones por el aniversario de la fundación de la ciudad, llenándola de ferias, música y color. Caminaba deprisa, tratando de navegar ese mar de gente que iba y venía, viendo todo, pero sin comprar nada, hasta que vi ese color turquesa con el rabillo del ojo. Fue algo similar a cuando el cielo se ilumina con un relámpago, no estas buscando verlo, solo lo ves. Me acerqué donde estaba ella, como si estuviera interesado en lo que vendían en ese puesto de artesanías, pero en realidad no recuerdo si eran ponchos de alpaca o bisutería lo que estaba ahí exhibido, solo quería saludarla.


- Hola, cómo te llamas?- le pregunté.


-Mia- me respondió, sin mirarme. Agradeció a la artesana con una sonrisa y avanzó a la siguiente carpa.


- Que lindo nombre, te puedo invitar un café?-


Me pare firme y confiado, a pesar de la vergüenza, por que no solía aventurarme a saludar a una chica desconocida y mucho menos invitarla de esa manera, pero sabía que si no lo hacía me iba a arrepentir el resto de mi vida.


En contra de todo pronóstico y toda lógica, me aceptó el café. Pasamos toda la tarde conversando, riéndonos, como si nos hubiésemos conocido de otra vida. Fue cuando prendieron las luces de la cafetería que caí en cuenta que había caído el sol. El reporte lo tuve que entregar al día siguiente y aguantar el regaño del jefe. No me importó en lo mas mínimo, me podía haber despedido en ese mismo momento que yo hubiera salido de la oficina feliz y agradecido, ya que ese trabajo fue el que me llevó a conocerla.


Fueron semanas hermosas, llenas de esos momentos que nos hacen recordar nuestra humanidad en un mundo cada vez más inhumano. Esa comida espectacular en ese restaurante cuyo nombre no recordábamos o ese paseo por la plaza de Máncora, cuando ese talentoso artista peruano nos convenció de sentarnos en el borde de la pileta para grabar nuestras caricaturas en un pliego de cartulina. Nunca voy a olvidar esa puesta de sol, el cielo se había pintado de fucsia y ni una sola nube flotaba sobre nosotros, cuando me recitó de memoria las palabras de Henry David Thoreau: "Fui a los bosques porque deseaba vivir en la meditación, afrontar únicamente los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que ella tenía para enseñarme; no sucediera que, estando próximo a morir, descubriese que no había vivido."


Aún recuerdo su olor. Esa mezcla de mandarina y miel.


La señora Martínez aún me sigue la corriente algunos días. Me lleva al patio a tomar sol en la mañana y me sugiere que me vista de camisa. Ella sabía, por que yo se lo he contado, que le encantaba verme de camisa.


- Mia viene a verte, póntela - me decía.


El patio era enorme, o por lo menos esa fue mi sensación la primera vez que entré. Era formado por caminos de adoquín que se juntaban en la mitad. Ahí reposaba una pequeña pileta de piedra que tenía una cruz encima de ella. Los caminos eran bordeados por arbustos que me llegaban a la cintura y cuando se acercaban los meses de verano empezaban a mostrar unas pequeñas flores amarillas. Siempre estaban bien podados y los caminos limpios, libres de escombros y hojas secas.


Fueron una o dos semanas, honestamente no lo recuerdo, las que la esperé con mi camisa a cuadros bien planchada. Nunca llegó.


Me quedaba ahí en el patio, tomando sol y cuando el día estaba nublado y frío me acostaba en el llano envuelto en la manta gris, a mirar las nubes. A veces veía su rostro en esas nubes, parecía que me quería hablar, pero nunca dijo nada. En seguida esas nubes se transformaban en otras figuras. Luego me sentaba y observaba a mis compañeros que caminaban sin rumbo por el patio.


Era difícil verlos ensimismados, algunos babeando, sentados en esas bancas de madera distribuidas alrededor del patio, la mayoría rotas y despintadas. Yo prefería verlos antes de tomar sus pastillas, por lo menos ahí eran humanos, con sus defectos sobre la mesa, como debería ser. Las pastillas los adormecían - para que no molesten al resto - decían los enfermeros.


Esa madrugada que llegaron el doctor y la señora Martínez a mi habitación sigue siendo una escena surreal. Nunca entendí por qué escogieron esa hora, supongo que porque cuando aún estas medio dormido, las cosas parecen ser parte de un sueño - o una pesadilla.


-Esquizofrenia paranoide- le escuché decir al doctor - súbale la dosis de la mañana a 150mg y 200mg en la noche, necesitamos que se quede aquí por lo menos tres semanas más para observación.


Lo mas duro fue aceptar que Mia nunca existió. Su olor, sus ojos, sus manos tocando mis manos, todo estaba dentro de mi cabeza. Por lo menos eso dicen los exámenes, mejor dicho, los médicos que interpretan los exámenes.


A veces prefiero pensar que ellos tampoco existen, pero Mia sí, ella es perpetua.


ED


"Yo no estoy loco, mi realidad es diferente a la tuya.” Lewis Caroll


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