Balú, el cobarde
- Esteban Darquea Cabezas

- Aug 20
- 5 min read
Esta historia comienza durante una caminata hacia la punta rocosa, donde van a reventar las últimas olas. La tranquilidad de ese paseo, a orillas del mar, fue eclipsada por una constante aparición de plásticos de todos los tamaños. Tapas, botellas de lubricantes, redes de pesca, envoltorios de helado, un par de cucharas y tenedores desechables. Más adelante, algunos trozos más pequeños, diminutos, microscópicos, que seguramente habían sido molidos por las olas durante años. Un sinfín de basura plástica que perdurará allí por cientos de años, incluso cuando yo ya no esté aquí. En momentos como este, la angustia y el desasosiego llaman a mi puerta y empiezan a resquebrajarse los cimientos de mi fe. Por fortuna, siempre aparece un pequeño hilo del cual aferrarme y tiro de él con todas mis fuerzas, para que la fe no se me escape por completo.
Ese día, el hilo tomó la forma de cuatro perritos.
En medio de la caminata, aparecieron estos cuatro personajes como por arte de magia y me hicieron olvidar por un momento de toda esa basura plástica. Nos acompañaron durante los dos kilómetros de recorrido hasta llegar a las rocas. Corrían, jugaban, se peleaban y de vez en cuando, los dos más pequeños se revolcaban en la arena. En un momento dado, uno de ellos desapareció por detrás del peñón durante algunos minutos mientras los otros tres quedaron sentados esperando su regreso. Uno empezó a lloriquear y los otros dos, afligidos por la repentina desaparición, acompañaron ese coro de tristeza perruna. De repente, vi una cabeza marrón asomar entre las piedras. Agazapado, en la inconfundible pose de un depredador dispuesto a atacar a su presa, el perrito desaparecido saltó encima de sus tres amigos, dando rienda suelta a un carnaval de juegos y peleas entre los cuatro amigos nuevamente.
Así, entre saltos y mordidas juguetonas, nos acompañaron durante buena parte del trayecto. Unos metros después de llegar a las primeras rocas, uno de ellos salió disparado de regreso hacia atrás y entró por debajo de una cerca de madera de una propiedad. Los otros lo siguieron inmediatamente, empujándose y mordiéndose hasta desaparecer tras el cerramiento de madera blanca.

Atrás quedaron los canes cuando a lo lejos, sobre una de las rocas, vi una sombra que parecía ser un árbol con una rama extendida. Al acercarme y enfocar mejor la vista, vi que no era un árbol, sino un hombre sosteniendo una caña de pescar. Me quedé allí sentado, observándolo, mientras mi mujer emprendía el regreso hacía la cabaña. Ya teníamos hambre y la marea debía empezar a subir en cualquier momento, pero aun así me detuve para ver ese sencillo — pero fundamental — acto de un hombre pescando su sustento diario.
Pasaron unos tres cuartos de hora cuando me di cuenta de que el hombre comenzó a empacar sus pertenencias y me acerqué para ofrecerle una mano, ya que la marea empezó a subir bruscamente. El hombre, un señor de barba blanca y un sombrero de paja viejo y descolorido, aceptó mi mano, la tomó y dio un gran paso desde la enorme roca hasta la arena firme donde yo me encontraba.
— Me llamo Balú — dijo, mientras recogía la caña de pescar y se acomodaba la vieja mochila gris en su espalda — mi madre me enseñó que cuando un extraño ofrece su ayuda sin pedir nada a cambio, lo menos que debería invitarle es un té… Sígueme.
El hombre se dirigió hacia una casita pequeña, ubicada algunos metros tierra adentro. No me había percatado de ella durante la caminata porque se escondía detrás de dos enormes rocas. Nos sentamos en dos bancos de madera que se encontraban frente a la casa, alrededor de una fogata de leña cubierta por una estructura de hierro.
Le mandé un mensaje a mi mujer y le dije que no me espere, que me iba a demorar un poco. Así fue como empezó aquel bizarro encuentro con Balú, el cobarde.
— Un día decidí alejarme de todo y de todos — dijo Balú, mientras llenaba la olla con agua — y por eso estoy aquí— colocó la olla sobre la estructura de hierro y luego tomó el mate para llenarlo de hierba. El hombre de barba blanca se sentó a mi lado y continuó:
— Me deshice de mi vehículo, vendí todas mis pertenencias y me vine a esconder acá lejos, en esta pequeña mediagua de madera al borde del mar. Aprendí el oficio de pescar. Aprendí a pasar hambre y frío. No creas que todo es calor, sol y mar aquí en la costa — se calló un momento mientras preparaba el mate con una prolijidad envidiable.
— Sabes — me dijo , extendiendo su brazo para entregarme el mate — pensé que me alejaba de la sociedad para ser rebelde. Me sentía inconforme con la manera en que funcionaba todo. Gente botada en las calles mientras otros pasaban por arriba de ellos, como si no existieran, como si fuesen un pedazo de mierda de perro en el piso.
Tomé un gran sorbo de mate y continué escuchando.
— Pensé que me alejaba para dejar de formar parte de la horda humana que consume los recursos del planeta de manera salvaje. Un parasito que, poco a poco, va consumiendo a su huésped hasta matarlo. También me cansé de la forma en la que nos tratábamos los unos a otros. Las falsas sonrisas que pululan las calles de todas las ciudades, sonrisas vacías, sonrisas que maquillan el padecimiento del alma. Por eso me alejé. Por eso vine acá.
Balú suspiró y alargó su brazo para recibir el mate y llenarlo otra vez con más agua. Se quedó sentado un rato en su silla, mirando hacia arriba, mientras el sol empezaba a ocultarse y los últimos rayos pintaban las nubes de atrás con colores difíciles de explicar con palabras.
— Un día me di cuenta de que todo eso que yo pensaba era mentira — dijo de repente, como despertándose de un trance — me di cuenta de que me alejé de todo porque en realidad, soy un cobarde.
¿Un cobarde? — pregunté.
Si — me dijo — Todo ese cuento de la rebeldía es una farsa. Una farsa que fabriqué y me la vendí a mí mismo ¿Pero sabes algo? La verdad es que tengo pavor de sufrir. Esa es la verdad. Empecé a pensar en las probabilidades de que cada persona con la que te conectas sufra alguna penuria, enfermedad o la misma muerte, son altísimas. Y aquello empezó a generar en mí mucha ansiedad, demasiada, a tal punto que sentía que algunas veces dejaba de respirar. Así que decidí abandonar todo y venir a vivir lejos de todos — se acomodó en el banco y estiró la mano para agregar más leños al fuego.
— No fue con la intención de ser diferente o rebelde. Fue con la intención de parar de sufrir. Ahora lo sé perfectamente, pero ya con los años encima, no me arrepiento de lo que hice. Hacerlo sería como firmar una sentencia de muerte anticipada— se recostó en la arena, al lado del banco de madera y colocó el sombrero de paja sobre sus ojos.
— Ya sabes por donde regresar. Camina con cuidado y rápido, pues la marea sigue subiendo hasta cerrar completamente el paso por la playa. Mucha suerte —me levanté, agradecí por el mate y me sacudí la arena del pantalón de baño. Emprendí el camino de vuelta, acompañado por los últimos rayos de sol.
Le conté a mi mujer sobre el encuentro con Balú, el hombre de la barba blanca. Al día siguiente, volvimos al mismo lugar y para mi (no tan agradable) sorpresa, no había señales de la casa, ni de Balú. Fue uno de esos eventos de la vida de cada persona que no tiene una explicación lógica. Tuve que decirle a mi mujer que era una broma de mal gusto, que me inventé esa historia para llevarla nuevamente a caminar por la playa.
No sabía qué más decir para evitar que piense que había enloquecido.
ED






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