Cuando me haya ido.
- Esteban Darquea Cabezas
- 3 days ago
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Con ese título empecé mi cuento hace ya dieciséis años. Una ficción que nunca pensé que de verdad podría ocurrir.
— No seas idiota, Josué — decía mi viejo — Dedícate a tu profesión como abogado, en lugar de estar escribiendo huevadas — Mira tu hermano: trabaja, colabora en casa, tiene una chica inteligente y buena a su lado, ¿y tú? — No hacía falta responder la pregunta. Las constantes discusiones en casa me llevaron a ceder ante la presión.
Le hice caso. Empecé a laborar en el estudio jurídico Páez & Páez como secretario. En las noches, por supuesto, continué escribiendo. Nuestra casa estaba metida en el bosque, lejos de todo pero cerca del silencio y la paz del campo. Sin embargo, tuve que mudarme a la ciudad cuando conseguí el laburo. Los fines de semana y los feriados volvía a casa. A pesar de que era jodido el viejo, lo extrañaba. Igual que a mi hermano.
El viejo siempre fue medio rayado el mate. Tenía una bodega que él mismo construyó debajo de la tierra, como en las películas, con sus propias manos. Una gran puerta de metal con cobertura de pasto sintético, se camuflaba con el resto del jardín. Allí dentro, habían cientos de galones de agua y sistemas de purificación, alimentos enlatados, botiquines completos de primeros auxilios, linternas y decenas de cajas de baterías.
Escondida detrás de otra puerta de metal reforzada se encontraba la armería del viejo, junto con un montón de libros. En ese cuarto habían: escopetas, rifles de asalto, cuchillos de todos los tamaños y formas. A su lado, ejemplares de Meditaciones de Marco Aurelio y The Encyclopedia of Country Living de Carla Emery.
Creíamos que el viejo estaba loco. Nos decía que el internet se iba a caer y que aquello conllevaría a una extinción masiva de los seres humanos. Vivíamos en el campo, lejos de todo, pero aún así permanecíamos conectados a la gran red. Diablos, hasta en la punta del Everest podías sentarte a mandar un mensaje por Whatsapp. La red que lo conectaba todo fue espectacular al inicio. Luego, poco a poco, surgieron problemas nuevos, terribles, nunca antes vistos en la historia humana, propios de la conexión perenne.

Después de todo, resultó que el viejo no estaba tan loco como creíamos.
El 2 de junio fue el día exacto. Lo recuerdo como si fuera ayer. El viejo se levantó furioso de la cama, más tarde de lo normal. Nunca sonó su alarma del celular, ni tampoco la segunda alarma, ni la tercera. Mamá falleció cuando yo tenía dos años y mi hermano tres, así que prácticamente nos criamos con el viejo en una dictadura. Era jodido, pero también tenía sus días buenos y negarlo sería ingrato de mi parte. Desde que ella partió, sin embargo, él necesitaba de todas esas alarmas para despertarse.
En fin. El viejo se levantó furioso y nos despertó a mi y a mi hermano con unos alaridos ensordecedores que nos hicieron saltar de la cama.
Cómo olvidar ese día: miércoles, 2 de junio.
Estuvimos hasta la tarde buscando comunicarnos con mis tíos o con amigos de la familia pero no hubo caso. Todas las redes sociales estaban caídas, los celulares no se conectaban con ninguna señal, ni pública ni privada. Trataba de comunicarme con mi trabajo, ya que tenía que regresar al día siguiente y tampoco, ni una respuesta. Los routers estaban prendidos y las redes Wifi de las casas se detectaban, pero no había conexión a internet…
Han pasado dieciséis años desde aquel día y yo seguí escribiendo.
En este tiempo nos volvimos salvajes. Empezamos a comernos todos los animales que se acercaban a las casas. Los pumas, los zorros y los coyotes, ya no tenían miedo de venir. Nos veían como presas atrapadas en una jaula de cemento, esperando cualquier distracción para engullirnos. Por eso tuvimos que transformarnos en depredadores, la ley de la selva no perdona — o comes, o te comen.
Una noche, llegó una persona hasta la propiedad mientras yo estaba de turno para vigilar la entrada principal. Yo estaba acostado en el sofá, dentro de la tienda de campaña que construimos con mi hermano para protegernos de la intemperie. Al principio, pensé que era un animal pero luego identifiqué la silueta humana.
Caminé en dirección al objeto desconocido — ¡Alto. Identifícate! — le grité. Al ver que no detenía su marcha, levanté mi rifle AR-15 y le apunté— ¡ Alto, identifícate! — grité nuevamente. Al no tener respuesta, cumplí con el protocolo: dos disparos en el pecho y uno en la cabeza.
El no tener una sola noticia del mundo exterior nos convirtió en individuos paranoicos. Tan dependientes nos habíamos vuelto del internet, que fue difícil adaptarnos a la falta de estímulos y el exceso de información. A veces, hasta desconfiaba de mi hermano y el viejo. Colgamos ese cuerpo abierto, como el águila de sangre de los vikingos, a unos cuatrocientos metros de la entrada principal. Creímos que sería una buena manera de intimidar a cualquiera que se acerque a la propiedad.
Funcionó. No volvimos a ver a nadie más, nunca más en nuestras vidas y el tiempo pasó…
Todo se vino abajo hace pocos días. El viejo no había tocado el tema de mi libro durante todos estos años. Pero fue entonces cuando, al terminar la ración de atún de esa tarde, me miró con su cara de loco y sus pómulos hundidos y me dijo — Mijo. Entrégame el libro.
Habíamos pasado por tanto y por eso nunca entendí porqué, justo en ese momento, se le ocurrió hacer aquello que nos terminaría por arrastrar al abismo. Yo sabía que apenas lea el cuento, algo podría quebrarse dentro de su mente y por eso mismo escribía a escondidas, cuando el viejo y mi hermano dormían.
— No — le dije — no voy a entregarle nada, papá — ni bien acabé de pronunciar esas palabras, sentí un manotazo seguido del calor de la sangre brotar de mi labio. El viejo se levantó y fue a mi habitación.
Me levanté despacio, aún mareado por la bofetada. Fui a mi habitación con la intención de detenerlo, pero ya era tarde. Había leído la primera página. Solo bastaba eso, nada más que la primera página para causar un cambio irreparable, una fractura en la realidad del viejo.
Lo vi con las dos manos en la cara y los codos apoyados sobre las rodillas, sollozando.
Entonces vi mi libro, caído a su lado, abierto de par en par. Se leía:
Cuando me haya ido.Con ese título empecé mi cuento hace ya dieciséis años. Una ficción que nunca pensé que de verdad podría ocurrir.— No seas idiota, Josué — decía mi viejo — Dedícate a ejercer tu profesión como abogado en lugar de estar escribiendo huevadas. — Le hice caso. Empecé a laborar en el estudio jurídico Páez & Páez como secretario. En las noches, por supuesto, continué escribiendo…ED


