Entre el guayabo y el bosque de eucaliptos.
- Esteban Darquea Cabezas
- 17 hours ago
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Nos sentamos en una banca del parque, bajo la sombra de un chaparro. Un pájaro negro, de tamaño mediano, aterrizó y se posó frente a nosotros; tenía unas líneas grises en la espalda y el pecho amarillo. Una ardilla, de cola larga y roja, se asustó con el aterrizaje y huyó al árbol más cercano.

Mientras tanto, el pájaro se acercó sin miedo hacia nosotros. A medio camino se detuvo, y con su pico levantó lo que pareció ser un trozo de galleta que alguien dejó caer. Casi de inmediato, tres pájaros más llegaron al lugar — todos de diferente especie. Nos quedamos en silencio, admirando los diferentes plumajes y sus colores despampanantes, pero fuimos sorprendidos aún más por lo que pasó a continuación.
El pájaro negro, con la galleta en el pico, comenzó a golpear la galleta contra una roca. Cada golpe desprendía pequeños trozos de galleta, los cuales eran recogidos por los otros pájaros de una manera extrañamente civilizada. La naturaleza suele ser cruel y despiadada, pero me di cuenta de que nada es absoluto en esta vida, solo basta poner un poco de atención para dejar que te sorprenda con escenas como esta. Una pizca de bondad en un mundo despiadado, protagonizada por un pájaro negro y sus tres amigos.
Seguimos sentados comentando la escena de los pájaros cuando, de repente, Paola miró hacia mis pies y me dijo en voz bien baja:— No…te…muevas…un…centímetro — Me quedé congelado, esperando sentir la mordida de algún animal desconocido en mi pierna en cualquier momento. Entonces, bajé la mirada y vi una tortuga que caminaba entre mis piernas, en dirección hacia un lugar desconocido, a un paso lento pero seguro.
Más adelante, siguiendo el sendero, una mariposa azul se cruzó por delante de nosotros. Paola se detuvo para sacarle una foto y extendió su mano. Para mi sorpresa, la mariposa azul levantó vuelo desde la enorme hoja donde se había posado y lentamente voló hacia ella. Yo quedé boquiabierto — Magia en un martes cualquiera — me dije a mi mismo.
Una caminata por un jardín botánico en medio de una ciudad de tres millones de habitantes, la brisa de aire fresco y un poco de ardillas, pájaros, mariposas y tortugas, me llevaron hacia un lugar especial guardado en mi memoria. Un lugar entre el guayabo y el bosque de eucaliptos: el bosque Esteban, como solía llamarlo mi abuelita. El guayabo se encontraba en el jardín de atrás de la casa principal de la finca. La generosidad de la tierra en ese valle de la sierra ecuatoriana era tal, que en épocas de cosecha no alcanzábamos a llevarnos todas las frutas de vuelta a casa. La fruta sobrante maduraba y caía al pie de los arboles. Las guayabas se descomponían y desprendían un agradable aroma ácido y fresco, que perfumaba nuestras tardes y que se incrustó en lo más profundo de mi memoria olfativa.
Por aquel entonces, aprendí la virtud del aburrimiento. Por fortuna aún no existía la tecnología invasiva de hoy — en casa sí teníamos computadora y unos años después el internet, pero salir de la ciudad significaba indudablemente tener contacto con los árboles, los pájaros y el río. El aburrimiento, después de todo, da rienda suelta a la creatividad. Y así fue que en esas tardes junto a los abuelos, cuando ellos se sentaban a leer, me aventuraba hacia las quebradas y los cultivos de maíz y papas para jugar. ¿Qué jugaba? sinceramente no me acuerdo, pero ahora entiendo que ese no era el punto.
Fue durante esas tardes en la finca, cuando aprendí a leer. No me refiero al acto en sí mismo de leer, pues tuve el privilegio de ir a la escuela. Me refiero a leer por leer, no por deber. Mis abuelos se acompañaban juntos, sentados en el porche, cada uno con su mirada fija en un libro o una revista o un panfleto de los testigos de Jehová, lo que sea, pero siempre leyendo. Luego, cuando empezaba a caer el sol, mi abuela se ponía de pie y ordenaba la mesa para el café de media tarde. Algunos días, cuando la temperatura bajaba demasiado, ordenaba que se prenda la chimenea. Después de comer, volvían a la sala de estar, a leer y ver el fuego arder — ¡qué simple era la vida entonces!
Todo lo malo se aprende saben decir. Pero lo bueno también. Así que desde ese entonces, siempre que veo libros, o revistas, o panfletos de los testigos de Jehová, me devoro las palabras. A lo mejor es un instinto natural para quien escribe, pues uno no puede dar lo que no tiene. Entonces, inconscientemente, empecé a devorar todas las palabras que encontraba al frente. Ahora me doy cuenta de que simplemente estoy vomitando todas esas palabras que tragué durante mi vida. Una especie de acto reflejo, similar a llenar un vaso con agua sin detenerte. Eventualmente el agua desbordará el vaso y, en el caso improbable de que ese caudal nunca pare, podría inundar por completo el Taj Mahal o hasta el mundo entero.
De pronto, desperté de mi trance cuando la misma ardilla traviesa bajó del árbol y cruzó a toda velocidad frente a nosotros, para perderse entre los arbustos. En ese momento, regresé al presente y sentí una calidez que brotaba desde el centro de mi cuerpo. Me dio gusto oler nuevamente esos aromas de la tierra y sentir esa brisa que, de alguna manera, me llevaron a otro lugar y a otro tiempo, allá entre el guayabo y el bosque de eucaliptos.
ED


