Entonces, me vi a mí mismo.
- Esteban Darquea Cabezas
- 17 hours ago
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Una enorme fila de gente salía desde la atestada estación del metro de Medellín. Al bajar las escaleras eléctricas para comprar el boleto, vi un grupo de alrededor de quince europeos que deambulaban perdidos por la plataforma sin saber qué dirección tomar. Me acerqué y les pregunté si necesitaban ayuda. Unos minutos después los pude dirigir hacia la estación San Javier, donde se encuentra la Comuna 13.
La Comuna 13 es una especie de barrio rehabilitado para turistas. Lleno de grafitis, hip hop, ventas ambulantes, pero sobre todo, una atracción para que los viajeros europeos y americanos sientan de cerca lo que es la marginalidad latinoamericana, sin el riesgo de muerte. Nosotros, en cambio, tomamos el metro en dirección contraria, hacia el barrio Antioquia — uno de los más peligrosos de Medellín. Teníamos una entrevista con un joven de doce años, la última pieza para culminar nuestro reportaje sobre la vida de los sicarios de esa ciudad.
En ese viaje terminé de leer un libro sobre las infinitas posibilidades que existen en cada una de nuestras vidas. Una pequeña decisión hace veinte años puede ser la razón por la que vives la vida que tienes ahora. Sin embargo, también planteaba la idea de que cada decisión que no tomaste, se convirtió en una vida entera paralela a la actual. Una idea un tanto etérea pero que sin duda da rienda suelta al pensamiento.
Durante esa semana pudimos pasear por Medellín y sus alrededores en nuestro tiempo libre. Conocimos, por ejemplo, la hacienda “La Manuela” de Pablo Emilio Escobar Gaviria. Esta propiedad fue bombardeada por el cartel de Cali, quienes junto con otros narcotraficantes, habían creado un escuadrón para cazar a Escobar. La construcción era robusta, sólida, con paredes de doble bloque para esconder dinero entre medio de ellas — y para soportar explosiones. Al morir Escobar, la propiedad quedó a cargo de uno de sus mayordomos, quien durante treinta años usufructuó de la hacienda sin pagar tributos. Eventualmente, el estado — el mayor delincuente de todos, incluso más que el propio Escobar — se adueñó de la propiedad mediante la Sociedad de Activos Especiales.
Recorrimos el perímetro de la hacienda en barco, rodeándola a unos quinientos metros de la orilla. El embalse El Peñol, por donde navegamos, es artificial, creado para generar energía hidroeléctrica. Ni el realismo más mágico de García Márquez habría podido crear semejante escena: navegando las orillas de un lago inventado, para ver los escombros del palacio favorito del hombre más malo que parió esta tierra.
En fin, llegamos al barrio Antioquía y nuestra guía, Jaqueline, se cubrió la boca y la nariz con un pañuelo, se colocó los anteojos oscuros y entramos por medio de una vulcanizadora oscura, llena de personajes que nos parecían comer con sus miradas. Salimos por detrás, forcejeando una puerta vieja y oxidada, hacia un laberinto de calles muy angostas, rodeados de paredes de bloque y ladrillo visto. En cada esquina había un campanero, cuya misión es usar el silbato para avisar si llega la policía. Ellos cuidaban a los otros jóvenes — niños aún — que se encargaban de recolectar el dinero de los adictos que llegaban a comprar sus dosis. Hacían bolas con los billetes y los lanzaban hacía arriba, a un techo protegido por alambres de púas. Allí habían dos muchachos con las caras cubiertas. Marihuana, cocaína, pasta base, todas las drogas que pululan el bajo mundo de esta y muchas otras ciudades de Latinoamérica. Al recibir el dinero, los jóvenes del piso de arriba lanzaban los paquetes que eran entregados a los consumidores.
El culto a Escobar me dejó en estado de shock. Recuerdo alguna vez, cuando era estudiante universitario, que un amigo me trajo de recuerdo una camiseta de Pablo Escobar. Yo la usaba de arriba a abajo, me creía malo, me creía gangster. Quizás es una etapa en la vida de todos, creer que estar sobre la ley es genial. Quizás, en el fondo, todos queremos meterle un tiro en la cabeza a otra persona en medio de la calle y que nadie diga absolutamente nada por miedo. Quizás a todos nos gustaría pasarle un fajo gordo de billetes al agente de aduana para que facilite el paso de la millonaria carga de cocaína que sale en el siguiente barco de carga. Quizás por eso estamos en la mierda.
Finalmente llegamos a una casa de tres pisos. Entramos y nos recibieron un par de señoras con mascarillas y gafas.
— El niño Jairo los espera en el segundo piso — dijo una de ellas, señalando hacia una precaria escalera de cemento en espiral que llevaba al piso superior.
Subimos, no sin antes golpearnos las cabezas contra la loza de cemento, para llegar al segundo piso. Caminamos a la izquierda donde vimos la habitación sin puerta. Entramos y allí estaba Jairo, mirando por la ventana, sentado en una silla de plástico. Vestía un bividí blanco y pantalones cortos, pues logré ver sus piernas flacas, de niño todavía, bambaleándose a través de las patas de la silla. La ventana no tenía vidrio, por lo cual soplaba una brisa agradable. Disfruté ese pequeño golpe de aire fresco, a pesar del miedo sofocante propio de la situación en la que estábamos.
Jairo nos daba la espalda. A su mano derecha vi una 9mm recostada sobre una pequeña mesa, al lado de una botella personal de Coca-Cola. A mi lado derecho estaba un armario de madera que tenía un espejo largo en medio de ambas puertas. Por alguna extraña razón recordé las infinitas posibilidades que surgen a cada instante en la vida de cada ser humano. Pensé en mi privilegio y en las oportunidades que la vida me había puesto al frente. Pensé en las decisiones de mis padres, de mis abuelos, de sus abuelos y de los abuelos de sus abuelos. Una cadena ilimitada de pequeñas decisiones que eventualmente terminaron conmigo aquí, frente a un niño asesino. Pensé en mis otras vidas que no fueron y también en las de mis abuelos, y los abuelos de sus abuelos.
Entonces, en ese barrio, en esa pobreza, en Jairo…me vi a mí mismo.
ED


