Dualidad
- Esteban Darquea Cabezas

- Oct 18
- 3 min read
¿Pelear, yo? Nunca en la vida. Es más, debo confesar que sentía una enorme ansiedad cuando estaba en medio de esas situaciones de violencia en mi niñez y adolescencia. Disculpen, para qué andar con estupideces — parezco esos pseudo psicólogos progresistas que dicen que todo es ansiedad hoy en día — era miedo, así de simple. Terror absoluto al caos que significa un enfrentamiento cuerpo a cuerpo con otra persona.

Cuando llega la edad de las fiestas en el colegio, nunca falta una pelea. Por ahí alguien miró a la enamorada de otro, o una broma de mal gusto delante de los compañeros, o simplemente un choque de egos que desataba unos puñetazos espectaculares. Sea como sea, lo que más recuerdo era que la pelea en sí misma duraba muy poco — algunas incluso menos de un minuto — . Pero recuerdo todo el ambiente denso que se iba formando como preludio, poco a poco, como neblina de páramo que lentamente cubre el espacio hasta que no puedes ni ver tu mano frente a tu cara. Era en ese tiempo cuando me llenaba de miedo e incertidumbre. Me paralizaba.
Quizás mentí al decir nunca. Si hubo una pelea, y fue la única que tuve en esos años. Sucedió durante un partido de fútbol con los conocidos del barrio. El edificio donde vivíamos tenía una cancha de cemento con dos arcos de fútbol donde solíamos jugar las tardes después del colegio. En uno de esos partidos, uno de los chicos — quien además era mi vecino — me detuvo agarrándome la capucha de la sudadera para evitar que siga corriendo hacia el gol. Recuerdo haberle gritado: — ¡Hijo de puta! — y, al darme vuelta, me encontré con su puño derecho que impactó mi ojo izquierdo, dejándome sentado en el piso. Nada del otro mundo, solo un par de semanas con el ojo morado y — lo que es peor — el orgullo herido que también cicatrizó con el tiempo. Esa fue mi primera pelea.
Desde entonces, treinta años después de aquel puñetazo, he participado en centenas de luchas de Jiu Jitsu — con kimono y también lucha de sumisión— , tres peleas profesionales en jaula y el maltrato diario de vivir del Jiu Jitsu. Pero, ¿cómo pasé de ese niño asustadizo, que se paralizaba del miedo en esas situaciones, a meterme en una jaula a pelear contra un ser entrenado para romperme la cara? Pues, tuve que evolucionar.
Aprendí el oficio de convertirme en alguien más — pero no a expensas de mi yo original. Aprendí que es en esa dualidad donde me he desarrollado como persona los últimos años. Cuando tengo una pelea o una competencia, suelo dejarme la barba como una cábala. Un ritual, como lo han hecho por miles de años las antiguas tribus de guerreros. Pintarse la cara con la sangre de sus enemigos, pintarse alrededor de los ojos, tatuarse símbolos en la piel, colgarse pendientes, collares y pulseras de sus seres amados. En fin, cualquier hábito único y personal que ayude a entrar en ese estado de guerra. Un estado mental en el que la victoria no es cuestión de una medalla, sino de supervivencia. Aprendí a volverme salvaje, a no sentir dolor ni miedo, a volver a esas raíces primitivas donde el ser humano peleaba por comida y por territorio; y más adelante, por honor y legado.
Sin embargo, ahora vivimos en un mundo distinto. Los tiempos han cambiado, y en la vida moderna, tuve que aprender a bajar las revoluciones y volver a la normalidad. Cuando pasan esos eventos — que lamentablemente son cada vez menos por las lesiones propias de una vida dedicada al arte del combate— independiente del resultado, vuelvo a la normalidad. Vuelvo a formar parte de esta sociedad.
Me corto la barba, me curo las heridas de la cara, me visto de acuerdo al protocolo social. He aprendido a disociarme en dos personas diferentes que comparten un mismo cuerpo. La persona que puede dejar inconsciente a otra, sin el menor remordimiento; es la misma que le ayuda a una señora bajita, de lentes y terno beige, a bajar una lata de frijoles en el pasillo 5 del Megamaxi.
ED






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