Estaba en la ducha. El agua escurría por su cara mientras recordaba el partido del día anterior. Su equipo — al que había apostado novecientos dólares — perdió de forma estrepitosa ante un equipo inferior. Pensaba en su desgracia, maldecía a los jugadores y al cuerpo técnico. Un mes de arriendo se había esfumado por su maldita costumbre de apostar. De repente, recordó que no había vestido a Toni— su pequeño Jack Russell Terrier— con la camiseta del equipo. En todos los partidos que había hecho eso, su equipo había ganado. Mientras se insultaba a si mismo, una idea nació en su cabeza. Pensó en recrear la escena del día anterior: literalmente armar el mismo escenario para revivir el partido, solo que ahora si le pondría la camiseta del equipo a Toni.
— Quizás pueda cambiar lo que sucedió y recuperar mi dinero— pensó.
Se rio y terminó de enjuagarse el cuerpo antes de cerrar la llave de agua y salir de la ducha. Pensó en lo idiota que sonaba esa idea. Al salir del baño, se dio cuenta de que había dejado la televisión encendida. Por esas casualidades de la vida, estaban retransmitiendo el partido del día anterior. Vio que la pequeña camiseta de Toni estaba sobre la mesa de centro y el cachorro dormía plácidamente a su lado. En un impulso, creado por la idea absurda nacida bajo la ducha, rápidamente vistió a Toni y apretó los botones del control remoto para retroceder la transmisión del partido hasta el inicio. Armó el cuarto exactamente como había estado el día anterior: el vaso de jugo a medias, un plato con bocaditos de maíz, los zapatos tirados bajo la mesa. La diferencia, que ahora Toni estaba uniformado con su camiseta.
Incrédulo, se limitó a esperar. El partido se desarrollaba con normalidad hasta que vio dos jugadas que no recordaba del día anterior.
— Es imposible acordarse de todo el partido — se dijo a si mismo — estás alucinando.
Fue entonces cuando su equipo metió el primer gol. Y luego, para su sorpresa, el segundo. En cuestión de diez minutos, su equipo ganaba por cuatro goles a cero. Al terminar el encuentro, un mensaje llegó a su celular. Era la aplicación de apuestas en línea informando una ganancia de mil trescientos dólares. Se rio con cierto tono de locura, se agarró la cabeza y miró hacia el cielo.
— Qué hice… — dijo en un suspiro.

Desde aquel día, el arquitecto tuvo la capacidad para modificar todo aquello que no le favorecía. Se dio cuenta de que, si recreaba el momento exacto que causó el efecto no deseado, podía cambiarlo. En cierta ocasión, quedó con una amiga del trabajo para ir a un bar, pero la dejó plantada por irse a la playa con sus amigos. Se había enamorado de aquella chica, pero ese desplante estropeó la relación entre ambos. Llegó a un punto en el que se tornó imposible el ambiente en el trabajo: silencios incómodos, miradas hipócritas, balbuceos dirigidos. La tensión fue tal que la chica renunció y se fue a vivir al otro lado del mundo para estudiar música. Como era de esperarse, el arquitecto recreó la escena exacta del día en que decidió ir con sus amigos a la playa, en lugar de ir al bar. Esa primera cita llevó a la segunda, luego a la tercera, y, eventualmente, él terminó llamándola su esposa.
Y así, como todo el mundo, el arquitecto tuvo días malos y decisiones equivocadas a lo largo de su vida que desembocaron en finales desafortunados. Pero cada vez que esto sucedía, lo cambiaba. El arquitecto tuvo la ventura de diseñar y construir su vida con una ventaja que nadie más en la historia ha tenido. La misma ventaja que tiene un escritor cuando quema capítulos enteros de su libro, al encontrar que estos se desviaron del camino. Entonces, el escritor puede corregir el rumbo mediante nuevas historias y eventos que se acomoden a ese final deseado. Así mismo podía hacer con su vida el arquitecto. Un borrador que editaba continuamente, resaltando, marcando, tachando y reescribiendo las veces que sean necesarias.
Una noche, el arquitecto murió del susto. Fue durante una de las tantas caminatas nocturnas con Toni. Dos perros enormes — que habían escapado de un parqueadero vecino — se abalanzaron sobre el pequeño Jack Russell Terrier y en cuestión de minutos, despedazaron al pequeño perrito ante los ojos aterrados del arquitecto. Este — del shock, del susto, de la impresión, como quieran llamarlo — cayó de espaldas al piso, con el corazón paralizado y los ojos abiertos. Su cuerpo se estrelló contra la acera con un sonido seco, metálico, como si fuera una estatua de bronce. Los dos perros se acercaron, lo olfatearon con sus hocicos ensangrentados, y luego siguieron su camino hasta desaparecer en la oscuridad.
Muerte fulminante. Muerte en el acto. A pesar de todos los borradores que el arquitecto tuvo el privilegio de corregir y cambiar, no pudo, en ultima instancia, escapar de su destino.
Ironías de la vida.
Amor fati.
ED
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