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El buen Uke

“¿Quién estará en las trincheras a tu lado? — ¿Y eso importa? — Más que la guerra misma.” — Ernest Hemingway

Me encontraba parado en una de las esquinas del fondo de la academia, mirando el entrenamiento del grupo de la noche. Practicaban ejercicios específicos para derribar al oponente y luego, en el piso, neutralizarlo con una palanca de brazo. Absorto en la observación, me interrumpió el timbre del cronómetro. En un reflejo pavloviano, al escuchar el sonido, todos los estudiantes dejaron de practicar, agradecieron al compañero y fueron directo a beber agua.

 

Fue durante esa pausa, antes de empezar los combates, cuando me senté en la misma esquina y observé a mis estudiantes en silencio. Unos se sentaron con la espalda pegada a la pared y hablaron sobre su día en el trabajo; más allá, tres cintas avanzadas bromeaban sobre alguna ocurrencia del día anterior; y a mi lado, cerca de la puerta del baño, discutían sobre la polémica decisión de una pelea de la UFC del fin de semana. 


En fin, al observarlos me invadió un agradable sentimiento de orgullo. Fue en ese momento cuando me acordé haber soñado con esto hace muchos años. El sueño era un espacio donde la gente llegaba a desconectarse de un mundo hostil. Un refugio para el alma, utilizando un arte milenario como herramienta. Un vestigio de lo más primitivo que tenemos dentro: la necesidad de pelear. Pero, al mismo tiempo, hacerlo dentro de un ambiente controlado donde — para variar — tienes personas que te preguntan cómo estuvo tu día.

 

Ese era el sueño y ahí lo tenía, frente a mis ojos. En ese momento pensé que debía escribir sobre la piedra angular de aquello que estaba observando: el buen uke.


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Uke, en japonés, es la persona que recibe una técnica al trabajar en pareja. Por ejemplo, cuando se estudia una palanca de brazo desde una posición determinada, el uke debe conocer cómo posicionarse correctamente y entender el objetivo del movimiento de modo que exista una retroalimentación para el tori — persona que ejecuta la técnica. Si la comunicación entre ambos practicantes es fluida, el progreso es asegurado; si no, el progreso se estanca.


En este sentido, el uke viene a ser la persona más importante del equipo. Una afirmación un tanto metafísica, puesto que todos somos (y no somos) ukes al mismo tiempo. Además, es un concepto extraño hoy en día, en una sociedad donde prima el yo sobre todo el resto. Mis viajes, mis fiestas, mis negocios, mis selfies en el espejo, mis videos bailando el último hit de Bugs Bunny, yo, yo, yo… Sin embargo, dentro de un dojo, aún se encuentra la posibilidad de ayudar a moldear el carácter de quienes llegan a practicar el arte, a través de estos conceptos de crecimiento en manada. Y de alguna manera, contribuir a desacelerar esta caída libre hacia la decadencia.


Es una hermosa utopía la que se vive dentro del dojo. Quizás por eso las personas se enamoran del camino y se mantienen en él por el resto de sus vidas. Existe algo dentro de esas cuatro paredes y ese tatami, entre la sangre y el sudor, que nos regresa a un lugar cálido y seguro. Irónico, pues cada entrenamiento es una lucha por sobrevivir, pero es esa misma paradoja la que nos mantiene vivos. Después de todo, desde que nacemos entramos en una lucha constante entre la vida y la muerte en este mundo complicado y extraño. Todos los días batallamos contra bacterias y otros organismos — algunos invisibles para nuestros ojos — que quieren matarnos. Y es este mundo al que debemos adaptarnos a como dé lugar. 


La regla implícita de hoy es: haz trampa, traiciona a tu compañero, acusa a tu vecino, córtale las piernas al de a lado para alcanzar el premio gordo, písale la cabeza a tu compañero para subir al siguiente nivel. Lamentablemente ese es el mundo de hoy. 


Ahora imagina por un momento un mundo en donde quieres que tus colegas sean mejores que tú, para obligarte a crecer y mejorar. Donde prima el respeto, la humildad y la disciplina. 


Ese es el dojo.


Necesitamos romper ese cascarón de comodidad que existe en el mundo occidental. Si bien todas las necesidades básicas están cubiertas para gran parte del mundo, aún hay mucha miseria — económica y espiritual. Hace varias décadas, el etólogo John B. Calhoun, en su experimento llamado Universo 25, creó un paraíso para ratones: alimento, refugio y seguridad sin límites. Al principio prosperaron, pero con el tiempo dejaron de reproducirse, se volvieron agresivos o apáticos y finalmente se extinguieron. 


Quiero — y creo — poder dar marcha atrás como especie, y no terminar como los ratones del experimento de Calhoun. Aunque la verdad, si no logramos rectificar el camino por el que vamos, quizás sea el turno de otra especie de gobernar el planeta. Lo digo sin una gota de nihilismo, más bien, con la certeza de que somos apenas una pequeña pieza dentro de un enorme rompecabezas cósmico. 


En el caso de que lo logremos, quizás podemos aprender una o dos cosas del funcionamiento de un dojo, pero sobre todo, aprender a ser buenos ukes en la vida diaria. 


No puedo cerrar estas palabras sin antes mencionar al lobo — mi animal espiritual. Me disculpo por este exabrupto hippie pero este magnífico animal me ha enseñado mucho a lo largo de mi vida: desde la resiliencia necesaria para sobrevivir en el inhóspito ártico, hasta la lealtad absoluta hacia los suyos. El lobo es mi mentor y me despido con mi leitmotiv:


La fuerza del lobo es la manada, la fuerza de la manada es el lobo. 


Querido lector, encuentra tu manada y hazla prosperar. 


ED


 
 
 

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* Las opiniones expresadas en este Blog son de exclusiva responsabilidad del autor y no necesariamente representan la opinión de COHAB Ecuador.

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