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El flaco, el de lentes. 

Writer: Esteban Darquea CabezasEsteban Darquea Cabezas

David llegó a la academia de la misma manera en la que llegan nueve de cada diez personas. Quería aprender a defenderse. Necesitaba aprender. El curso básico de introducción desarrollado por la academia, le apasionó. Fue un asiduo y disciplinado estudiante del programa. Con el pasar de los meses, el pequeño David desarrolló una capacidad única para transformar el conocimiento que absorbía en la habilidad para ejecutarlo. Lo que sorprendía, era que lo hacía en una fracción del tiempo que necesitaba el alumno promedio. Dicen que el lobo en la cima de la montaña no tiene tanta hambre como aquel que está subiendo la montaña. Su casi enfermiza fijación en estudiar, entender y aplicar el arte del combate, lo convirtió en un samurái moderno. Hijo de la guerra. Hijo de Ares, de Musashi, de Kahn. 



David, el flaco, el de lentes. Recuerdo que un día llegó a la academia uno de esos enormes seres humanos — más parecido a un gorila que a una persona. Uno de esos que pasan la mitad del día en el gimnasio; que comen diez veces y llevan un tomatodo con un líquido de dudosa procedencia a todo lado. David, por otro lado, no tenía ni medio gramo de músculo. Era flaco, traía lentes y se vestía de una manera peculiar todos los días: camisa de botones a cuadros, un pantalón que le subía más arriba de la cadera y se peinaba hacia un lado, dándole un aire de cualquier cosa menos el de un peleador. Pero vaya que lo era. Una vez que vestía su traje y pisaba el tatami, sus ojos cambiaban. Normalmente mostraban inseguridad y miedo, pero en ese momento se tornaban salvajes, animales. ¿Han visto un león en su estado natural? — no esos pobres animalejos que viven en un zoológico — hablo de leones salvajes que matan para sobrevivir. Esos animales con los ojos firmes, penetrantes, imperturbables. Así te miraba David, el pequeño, el flaco, el de lentes.


El enorme ser humano era calvo y llevaba una argolla en su oreja derecha, sus brazos y pectorales estiraban la camiseta gris que llevaba puesto. El gorila, que estaba de paso por la ciudad, era estudiante de otro arte marcial. Quería demostrar que lo que practicaban allí era inservible, puro marketing, decía. El maestro había lidiado en muchas ocasiones con personajes así durante su vida. Sabía que el primer paso para manejarlos era aplastar su ego. Y, una vez que estaba en el ápice del dolor, infligir un poco más, hasta que el ego muera — mas no la persona.

 

David, el flaco, de lentes, fue el elegido esa tarde por el maestro para el combate propuesto por el retador. Era común en esa época, que se desafíen entre distintas escuelas y ramas de las artes de combate con el fin de demostrar superioridad de una sobre las otras. David se colocó al frente del gorila blanco, cuya sombra creada por la luz del sol de la tarde que lo golpeaba desde atrás, lo cubría como una espesa capa de neblina. Pero David, estoico, no pestañeó siquiera, demostrando ataraxia total.


El maestro, quien fungía de juez, miró a David y lo señaló: 


Listo? — David asintió. Enseguida, miró al otro lado del tatami: Listo? — El gorila asintió. Chocaron puños y el resto es historia.

 

No viene al caso detallar el combate. En pocas palabras fue un juego de ajedrez entre un prodigio y un amateur. Cada intento de ofensiva del gorila — lenta, imprudente, poco vistosa — era neutralizada por el pequeño gigante. David, en un movimiento sutil y preciso, se escabulló hacia la espalda de aquel enorme homo sapiens y se colgó como una mochila, usando sus piernas para engancharse en la cadera del animal. Una vez en el piso, envolvió el cuello con su brazo izquierdo y cerró el candado con el otro. 


Lo estranguló hasta la inconsciencia. 


El gorila despertó después de algunos segundos, aturdido, perdido y asustado. El maestro lo ayudó a levantarse de su corto trance. Su ego no le permitió rendirse ante aquel frágil, flaco y débil oponente. Prefirió aguantarse la estrangulación hasta quedar inconsciente. El maestro esperó unos minutos hasta que el retador se recupere y citó las siguientes palabras ante todos los presentes. Palabras tomadas de una parábola zen: 

Un roble y un junco crecían junto al río. El roble se jactaba de su fortaleza, mientras el junco se inclinaba con el viento.
Una noche, una tormenta azotó la tierra. Al amanecer, el roble yacía arrancado de raíz, mientras el junco seguía en pie, doblado pero intacto.
Un maestro zen señaló al discípulo y dijo:
— El fuerte que no cede, se quiebra. El flexible sobrevive.

El enorme ser humano se levantó, avergonzado por su violenta forma de entrar y faltar el respeto a la academia. Antes de salir, se inclinó ante el maestro, quien le devolvió el gesto. Hizo lo mismo con David. Agarró su bolso, se puso los zapatos y se marchó por la puerta para nunca más volver. 


Celebramos a David por su tremendo desempeño. Nos dejó una lección importante a todos los presentes aquella tarde. Tristemente, David se fue de la ciudad al día siguiente. Regresó a su país. Fue tremenda la despedida en cualquier caso: David contra Goliat, en vivo y en directo. Apagamos las luces de la entrada y cerramos la puerta de la academia.


Le dí un abrazo largo y le dije — Enano, eres gigante.

 

Esa fue la última vez que lo vi. 


ED

 
 
 

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