Mario los observaba de cerca. Le gustaba la época de navidad, cuando la ciudad se llenaba de luces y los centros comerciales se atiborraban de gente. Solía entrar y perderse entre la muchedumbre, luego se sentaba en el borde de la pileta central, desde cuyo centro se erguía una enorme estatua de algún emperador romano, que sostenía un bastón con la mano en alto. Mario observaba desde allí a las madres que se quedaban con sus hijos pequeños, cuidando de que no metan sus manos en el agua sucia de la pileta y también a uno que otro marido aburrido, esperando que su pareja termine de deambular por las tiendas llenas de productos sobre preciados y — en su mayoría — importados desde China o Taiwán.
A pesar de que era su época favorita, Mario se sentía triste. Su mal llamado don lo había alejado de su familia y de todos sus amigos. Todo comenzó tras un episodio en su último año de colegio. Un colegio cuya educación era de las mejores del país y que era conocido por enviar a sus graduados a estudiar en las mejores universidades alrededor del mundo. Un colegio que enmascaraba la realidad de una forma muy sutil y luego, los enviaba a través de un puente a otras realidades similares. Ese puente evitaba que los jóvenes vean con sus propios ojos lo que es la miseria y la desesperación. Es decir, les blindaba de la realidad de millones de personas.
Mario, en aquel último año de colegio, no tuvo la suerte de sus compañeros. Para Mario, ese puente se derrumbó en el momento en que el profesor de Literatura descubrió un paquete con quinientos gramos de clorhidrato de cocaína en su mochila. Por esas cosas de la vida, Mario — quien se jactaba de nunca tomar notas en clase — había abierto su mochila para sacar un viejo cuaderno para dibujar (no para tomar notas). Había olvidado que su primo Antonio había colocado el paquete en su mochila la noche anterior. Este le había ofrecido setenta dólares a cambio de que guarde ese paquete hasta esa tarde. Mientras salía el cuaderno, el paquete cayó y rodó lentamente hasta llegar a la punta del zapato del profesor, quien había empezado la clase hablando de la biblioteca de Babel, de Borges. El profesor, quien había tenido reiterados problemas con Mario por su carácter irascible, no dudó en llevar de inmediato el sospechoso paquete a la oficina del rector.
Era enero y Mario se debía graduar en junio de ese mismo año. La expulsión fue inapelable, ni siquiera tuvo la posibilidad de pedir una carta de recomendación para terminar el año lectivo en otro establecimiento. — ¿Carta de recomendación?, ¡Deberían agradecer que no hemos llamado a las autoridades! — les había dicho el rector a sus padres. Aquel paquete de clorhidrato de cocaína fue a parar en las narices del rector y su grupo de amigos un par de semanas más tarde, durante una despedida de soltero.
Mario se estrelló de cabeza contra la realidad tras este infortunio y se dedicó a deambular por las calles de su ciudad. Salía temprano en la mañana, aprovechando la misma rutina que había adoptado para el colegio, y regresaba noche, cuando sus padres ya dormían. Otras noches ni siquiera regresaba. Empezó a frecuentar lugares donde se reunían las personas sin hogar, los despatriados, los olvidados, los invisibles. Bajo los puentes, en las sombras de las orillas del río, en los parqueaderos abandonados del centro. Si se le cerraron las puertas del privilegio, por lo menos quería sentir en carne propia lo que era el abandono absoluto.
Al caer la noche durante una de sus peregrinaciones, observó con tristeza que uno de sus amigos indigentes había muerto de frío, acostado bajo una parada de bus. Su tristeza crecía al ver que cientos de personas pasaban por el lado de su amigo difunto, otros por encima y otros tantos se daban la vuelta para esquivar el insoportable olor — no por la muerte, sino por la falta de higiene. Mario había observado todo ese espectáculo nefasto de inicio a fin. No tuvo el coraje de acercarse el mismo hasta que, diecisiete horas después, finalmente un viejo abogado se percató del pobre hombre muerto sobre el pavimento. A lo lejos, Mario fue testigo del levantamiento del cadáver y solo siguió su camino tras ver las intermitentes luces rojas y azules de la ambulancia perderse tras el horizonte.
Ese fue el día en que Mario habló al cielo por primera vez en su vida. Llorando, clamó con los brazos abiertos — ¡Por qué, oh Dios mio, nos tratas de esta manera, ¡Por qué!, ¿Cuál es tu plan con tanto sufrimiento y miseria alrededor de unos pocos privilegiados?, ¡Dónde está la misericordia, donde está la piedad! — Mario se arrodilló en medio de esa noche lluviosa y — en el preciso momento en que un poderoso rayo iluminaba la ciudad, exclamó con furia — ¡Por qué ves a unos y dejas a otros en tinieblas!
La poderosa descarga eléctrica elevó el cuerpo de Mario dos metros sobre el suelo, y cayó boca abajo sobre la transitada avenida. Observó la fila de carros que pasaban por su lado y vio el resplandor de las luces de los edificios en los espejos de agua sobre la calle. Poco a poco se cerraron sus ojos, hasta que lo único que vio fue oscuridad.
Al día siguiente, se despertó sobresaltado por el agua que cayó sobre su rostro. Era un niño que corría pisando los charcos junto a su madre, puesto dos botas amarillas de caucho. Mario se levantó vociferando insultos y reclamos, pero ni el niño ni su madre parecieron escucharlo. Mientras caminaba, iba palpando su cuerpo para ver si había sufrido alguna ruptura de algún hueso o alguna herida que justifique el insoportable dolor. Pero no sintió nada. Siguió caminando hasta que pasó delante de una enorme tienda llena de decoraciones navideñas. Tras la vitrina observó un Papá Noel de dos metros, un muñeco de nieve que podía hablar, una mesa llena de dulces y un espejo enorme que parecía ser sostenido por un reno. Fue en ese momento que a Mario se le heló la sangre, pues al mirar el espejo no se pudo ver a si mismo.
Se frotó violentamente los ojos, movió las manos, saltó e hizo un par de movimientos de izquierda a derecha pero nada, el espejo no lo reflejaba. Podía ver a las personas que pasaban por atrás suyo, incluso a las de la vereda de en frente. Podía ver el letrero del local de comida rápida y el pequeño edificio de dos pisos que albergaba un viejo gimnasio de halterofilia. Pero no podía verse a si mismo. Mario entró en pánico y corrió por toda la avenida, deteniéndose en cada espejo que encontraba y en cada espejo se daba cuenta de lo mismo: Mario no estaba. Mario se había vuelto invisible.
Los años pasaron y, como el ser humano es un animal de costumbre, Mario hizo exactamente eso: se acostumbró a su nueva condición. Pasó el resto de sus días siendo invisible. No molestaba a nadie, ni era molestado. Por eso, en navidad - las luces, las risas, los esposos malgenios y los niños chillando por unos juguetes - de cierta manera le alegraban la vida. Por lo menos durante esas fiestas desaparecía de su cabeza la frase de Bukowski que lo atormentaba desde aquel fatídico día:
— Y cuando nadie te despierta por la mañana, y cuando nadie te espera en la noche, y cuando puedes hacer lo que quieras. ¿Cómo lo llamas? ¿Libertad o soledad? —
ED
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