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El señor de la luna

Fue en una noche fría y helada de diciembre cuando escuché a mi hija Sarah, de seis años, tocar la puerta de mi despacho a eso de las ocho de la noche.


— ¡Papá, papá, el señor de la luna está aquí! — gritó tras de la puerta — ¡Ya te he dicho que no molestes cuando estoy trabajando! — le recriminé. Acto seguido, escuché sus pequeños pasos alejarse de la oficina hacia las gradas y luego al primer piso de nuestra casa de campo. Tomé un sorbo de mate y limpié mis lentes con un paño. Luego seguí escribiendo.


Por aquel entonces trabajaba para un diario digital que me había contratado por horas para escribir artículos de interés. La paga no era muy buena, pero con una hija en edad escolar, cualquier ingreso era bienvenido. Me encontraba investigando los nexos entre gimnasios y escuelas de artes marciales con el narcotráfico. Fluían cantidades absurdas de dinero dentro de estos negocios — aprovechando la popularidad de la cultura del bienestar y el fitness — y se lavaba bien bonito, con detergente y suavizante. Dinero legal y disponible al instante. Era brillante el esquema, al menos hasta ese momento. Resulta que una autoridad municipal— que seguramente no recibió su parte del pastel —delató algunas irregularidades y desató la investigación en curso.


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A veces pierdo la noción del tiempo y me puedo quedar noches enteras escribiendo. Recuerdo que aquella noche, el reloj marcaba las 03:33 am cuando escuché un ruido semejante a un choque en la bodega, ubicada a unos cincuenta metros de la casa. Me levanté en silencio, me puse los zapatos y bajé las escaleras por el pasillo oscuro, sin perturbar el sueño de mi familia. Recordé lo que Sarah había dicho más temprano esa noche, sobre el señor de la luna. Por precaución, me devolví a la oficina, abrí el cajón de mi escritorio y saqué mi revolver Smith & Wesson Serie 60.


Al llegar a la puerta de la bodega, armado y con el dedo sobre el gatillo, entré sin pensarlo dos veces. No sabía con quien — o que — me iba a encontrar dentro de la bodega. Quizás una de tantas personas sin hogar, buscando donde pasar la noche, o algún junkie buscando algo para robar y empeñar para comprar droga. En cualquier caso, tuve que controlar el terror absoluto que sentía en ese momento al estar próximo a lo desconocido. Una vez dentro, al prender la luz, sentí que una fuerza sobrenatural se apoderó de mi mano. Me obligó a soltar mis dedos, uno por uno, hasta dejar caer el revolver. El arma rebotó en el piso y luego mis piernas, poseídas por la misma fuerza, me llevaron a sentarme sobre el baúl viejo que se encontraba en la esquina de la bodega. Una pálida luz blanca iluminaba las sombras que antes allí habitaban y yo estaba ahí, sentado e inmóvil.


Entonces, vi dos ojos rojos aparecer en la oscuridad, al fondo de la habitación. Al acercarse, la luz empezó a revelar una enorme cabeza, similar a la de un perro, pero un perro viejo, maltratado, con cicatrices por toda la cara. Los pocos dientes que aún conservaba la criatura asomaron cuando empezó a hablar.


 — Siempre lo mismo con ustedes, los humanos — dijo la criatura en un tono suave y parsimonioso — apenas ven algo que desconocen, enseguida quieren matarlo o apoderarse de ello.


El monólogo de la criatura se extendió por un par de horas. Yo permanecí congelado todo ese tiempo, físicamente congelado. Solo sé que estaba despierto, pero mi cuerpo no respondía a las órdenes que le daba. Me contó que los de su especie se aniquilaron entre sí, entre tribus e individuos. Su nariz de perro, goteaba una sustancia gelatinosa, transparente, que caía sobre el piso de madera de la bodega, mientras hablaba. De vez en cuando, mis ojos que sí podían moverse, enfocaban aquel charco mientras mis oídos captaban sus palabras suaves, inteligentes y coherentes. Así, el tiempo pasó…



A la mañana siguiente, me levanté en mi cama, al lado de mi esposa, con una sensación de levedad que no había sentido en mucho tiempo. Quiero decir que no había una sola gota de ansiedad ni miedo dentro de mí. Así que no sentí la necesidad de contar mi experiencia de la noche anterior, ni a mi mujer ni a Sarah. Y tampoco ellas preguntaron por el ruido proveniente de la bodega a la madrugada, así que decidí mantener silencio y que la vida siga su curso.

 

Al pasar los días, me convencí a mí mismo de que todo había sido un sueño. De aquellos que crees que son verdad, pues hasta los olores son los mismos que en la vida real. Sin embargo, todo cambio de un momento a otro cuando recibí el paquete. Era un jueves tarde, había terminado las últimas páginas de la investigación sobre el lavado de dinero en los gimnasios de mi ciudad, cuando Sarah entró a mi oficina y me dijo — Papá, el señor de la luna dejó esto la semana anterior, había olvidado decirte — se dirigió a mi escritorio y asentó un sobre de manila sobre él. Se dio vuelta y regresó a su cuarto, saltando alegremente como lo hacen los niños.

 

Mis manos, sudorosas, recogieron el sobre de manila. Me acordé de todo otra vez, todos los detalles del supuesto sueño. Abrí el paquete y dentro encontré un disco compacto, un CD. Un objeto prehistórico que nadie usa hoy en día. Mi computadora, un modelo viejo y lento, aún tenía la capacidad de leerlos, así que me apresuré para ver el contenido de aquel disco. Me encontré con un video grabado por la criatura cuyo contenido transcribo a continuación:


Ahora que estoy regresando a casa, lamento no haber tenido más tiempo para compartir ideas. Te vi agotado, entonces te regresé a dormir, a tu cama.

Quería terminar de contarte mi pensar, mis preocupaciones. Pienso en ese tiempo viviendo entre ustedes, primates sin pelo, seres extraños, y me voy con un sabor de boca agridulce. Vi mucho odio y codicia; mucho egoísmo, como si los de su especie viviesen para siempre. Y, aunque también vi casos de superación, de heroísmo, de entrega; siento que si siguen por el camino que van no hay ninguna esperanza. Siento decirlo así, tan crudo. Pero eso vivimos nosotros, mi especie, hace eones.

Viví la desesperación. Aprendí lo que es quedarse dormido para engañar el hambre — pero no es posible, pues el dolor de estomago es tan fuerte que no permite conciliar el sueño. También viví en lujosos palacios de cristal en ciudades creadas a partir de la nada en desiertos enormes. Nosotros también tuvimos un combustible fósil, igual a su petróleo. El asesino silencioso que arrasó con nuestra especie, está haciendo lo mismo con vosotros. 
Pasé hambre y alimenté a millones. Conocí el mundo, pero también aprendí lo que es la soledad y la introspección. Tuve mil vidas que ustedes no son capaces de vivir. Y aún así, admiro a otras especies de su planeta. El lobo por ejemplo. El lobo vive en promedio ocho años en la naturaleza, pero en esos ocho años, viven más de lo que yo he vivido en miles de años y trillones de kilómetros navegados. Curioso, ¿no? 
El agua. No puedo despedirme sin antes hablarte del agua. De todos los planetas que he visitado por miles de años, solo en dos encontré algo semejante al agua. Uno de ellos era tan caliente que nunca estaba en forma líquida y el otro, la Tierra, tu planeta. Por desgracia, este elemento único está a pocos años de ser completamente inconsumible. Es decir, ustedes están matando el único recurso que no van a encontrar en millones de años luz y más allá. 
Diamantes, oro, esmeraldas, todos esos materiales encontrarás por toneladas en cualquier meteorito aleatorio que caiga a través de su atmósfera. Pero no el agua. Ese elemento nunca lo encontraremos jamás otra vez. Al menos eso creo yo. 
Dos horas conversando contigo aliviaron todos mis pesares que llevé a cuestas por miles de años. Por eso te agradezco. Lamento no poder llevarte conmigo, me gustaría poder salvarte a ti y a tu familia, pero el universo es un lugar cruel. Cada uno debe velar por sí mismo; nada ni nadie te protegerá, ni velará por ti salvo tú mismo. Recuérdalo siempre.
Te deseo lo mejor en lo que te resta de vida. Sé que probablemente no sea mucho, pero de igual manera, disfrútala.

Cuando el video terminó, me quedé un largo rato mirando la pantalla negra. Apoyé los codos sobre el escritorio y me froté la cara con ambas manos, como quien se levanta de un siesta que duró más de lo previsto. Tardé unos minutos en recomponerme. Aplasté el pequeño botón al lado izquierdo del computador para expulsar el CD. A continuación, lo rompí en pequeños pedazos y los puse dentro del basurero negro de metal.


Me levanté, abrí la puerta y asomé la cabeza por el pasillo — ¡Sarah! — grité hacia su dormitorio — voy a preparar unas palomitas de maíz. Escoge una película, te veo abajo en el living.


Apagué la luz de mi oficina y bajé al primer piso. Hice lo que cualquier ser humano hace cuando le suceden cosas fuera del libreto. 


Continué con mi vida. 


ED


 
 
 

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