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Entre Lobos

Hoy el doctor me envió los resultados de la biopsia. Hermangiosarcoma subcutáneo eran las últimas palabras que vi, todo el resto del documento eran solo letras vacías. No soy doctor ni mucho menos, pero sé lo suficiente para intuir que aquello no era bueno. ¿Qué hago? ¿Internarte en más clínicas? ¿Seguir metiendo agujas en tu cuerpo para hacer más y más exámenes? Sabiendo lo mucho que odias esos lugares, jamás te haría eso amigo mío. Te veo acostado aquí a mi lado mientras escribo estas palabras y no sé como hacerte entender lo que te está pasando. Sin embargo, tu — tan inteligente — seguro te das cuenta y por eso te levantaste con la dificultad que traen los años, te acercaste a mi y me lamiste la mano. Darte los mejores días posibles antes de partir es la mejor decisión que se puede tomar — sin dejar de ser igual de devastadora que cualquier otra.


Escribo estas palabras con los ojos inundados de lágrimas. ¿De tristeza? tal vez. O quizás son lágrimas de felicidad por haberte tenido en mi vida. La misma felicidad sobrecogedora que te invadía cuando te dabas cuenta que estábamos llegando al páramo del Cajas. En esos momentos te veía como ese lobo que siempre quise tener cuando era niño. Eras libre, dueño del mundo. Trotabas adelante mío, pausando de vez en cuando para olfatear todo lo que había a tu paso. Era como si estuvieras en un trance lleno de olores nuevos, mientras tus patas blancas se pintaban de negro por el espeso lodo. Poco a poco, sin embargo, los años te fueron quitando energía. En cierta época tu me esperabas allá arriba en la cresta de la montaña, pero en nuestras últimas salidas, yo tenía que esperarte. Finalmente decidí que el esfuerzo no valía la pena y que ya no disfrutabas tanto esos paseos, querido amigo


¡Cuánto añoro esas salidas, cuánto gusto me daría poder retroceder el tiempo y congelar en la memoria la última vez que fuimos!


Tu cola siempre levantada y tu caminar sobrio y elegante, generaban mucho respeto y hasta cierto punto, intimidaban — pero nunca fuiste capaz de lastimar ni una mosca. En todos estos años te oí ladrar una o quizás dos veces y peor aún gruñir. Sin embargo, tu mirada no necesitaba ser acompañada de un ladrido, esos ojos lo decían todo. Yo, por mi parte, caminaba sin ninguna preocupación cuando estaba contigo, era como andar con un león a mi lado.




Ocho años antes…


Llegué a la finca en la noche, después de un largo día. De inmediato la cuidadora me contó que habías tenido una pelea con dos Rottweiler de la propiedad de al lado y te habían lastimado. Cuando entré a la casa, te busqué y luego de unos minutos finalmente te encontré, acostado en la esquina del comedor, lugar al que usualmente nunca ibas. Estabas enrollado, temblando aún por el susto, pero enseguida te levantaste — no sin dificultad — al escuchar los pasos. La herida era profunda, a la altura del abdomen. Había un ungüento de yodo en el botiquín de la casa e inmediatamente te puse una capa, luego de lavarte la herida y detener el sangrado.


Te habían atacado dos perros adultos y mucho más grandes, pero aún así peleaste y sobreviviste, apenas con heridas propias de la guerra. Ni entre dos pudieron detenerte. Siempre recordaré esa lección de valentía de tu parte, de nunca darte por vencido aunque las apuestas estén en tu contra. Trato de hacer lo mejor posible para que estés orgulloso de mi, aunque a veces las imperfecciones propias de los seres humanos me lleven a ser un idiota más, entre los billones que dan vueltas por el mundo.


En todo caso, recuerdo que demoraste un par de semanas en sanar completamente. Al principio te mantenías alejado, no te acercabas a nadie y yo no entendía el porqué. Luego aprendí que en la naturaleza, los lobos heridos normalmente se alejan de la manada para lamerse las heridas y regresar más fuertes, para no perjudicar al resto. Eso hacías. Tratabas de cuidar a tu manada. Gracias por esta valiosa lección, amigo mío.


Cuatro meses antes…


El cielo era azul. Más azul que nunca ese día. Las cúpulas de la catedral brillaban al fondo del paisaje. Caminabas lento, pues los años no pasan en vano. Los suplementos para las articulaciones en algo te ayudaban, pero no eras el mismo perro atlético de hace una década. El tiempo pasa, es inclemente y ni siquiera les perdona a ustedes, ángeles de cuatro patas.


Ese día me enseñaste el valor de la paciencia y más importante aún, la presencia. Paso a paso, sin apuro, vimos a un par de colegiales corriendo — pienso que quizás iban atrasados a clases. Más adelante un señor con celular en mano vociferaba contra alguien del otro lado de la línea, moviéndose frenéticamente de un lado a otro. Tu, en cambio, caminabas lento, olfateando, pausando de vez en cuando, como arrastrando el tiempo.


Nos quedamos parados un rato, mirando hacia la imponente catedral que resplandecía en ese día de sol, en medio de un crudo invierno. Fue un regalo, quizás, para enseñarme a disfrutar de lo que verdaderamente nos llena de vida. Las cuentas, los carros, los relojes, los viajes, todas esas cosas son meramente decorativas. La vida es ahí, en esa caminata lenta y pausada, junto a ti, mi viejo amigo.


Antes del fin…


Curioso como la vida nos va regalando familia que no es de nuestra sangre — y en este caso, ni siquiera de nuestra especie. Hay algo romántico en pensar que aún existen vínculos verdaderos, vínculos puros, más allá de lo que nos vende nuestra tan maquillada sociedad. La misma que reemplazó los valores tradicionales por una enfermiza adicción a la gratificación instantánea.


Tu me enseñaste acerca de la elegancia y la lealtad. La elegancia como actitud y la lealtad como credo. Estas dos palabras traerán tu imagen a mi cabeza para siempre. Tu manera muy felina de ser, a diferencia de la mayoría de perros, era única. Respetabas el espacio del resto, así como te gustaba que respeten el tuyo — hasta en eso nos parecíamos. Muchas veces te encontré lamiéndote las patas para luego peinarte, con esa elegancia característica de los gatos.


La lealtad, por otro lado, se te veía en los ojos. ¡Diablos! era como ver la nobleza en estado puro, esos ojos me certificaban que morirías por mi, sin chistar, si fuera necesario. Esa lealtad la demostrabas con tu mirada, no era necesario que estés revolcándote en la cama, ni lamiéndome la cara en todo momento, esa mirada fija me dejaba saber todo. No me pidan que les explique, ni yo mismo entiendo. En los momentos más tristes de mi vida siempre estuviste y solo hacía falta que pongas tu mentón sobre mis piernas para consolarme. Pero solo un momento, luego te alejabas y te acostabas. Sabías que ahora era mi turno de aprender a lamerme las heridas para volver más fuerte. Eso lo entiendo ahora, gracias una vez más, amigo mío.

Nunca hiciste trucos y francamente creo que te importaba una mierda — Si quieren circo, contraten payasos — dirías. Te sentabas cuando querías, dabas la pata cuando querías y venias cuando querías. Así mismo, un día inesperado, te fuiste. Espero que donde sea que estés, te acuerdes de que te quise muchísimo y que me ayudaste a entender que la vida es mucho más simple de lo que creemos, solo tenemos que aprender a abrir los ojos.


Hiciste feliz a muchas personas, puedes irte tranquilo sabiendo eso.


Te quiero.


ED


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