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La noche 

Un par de gotas de sangre cayeron sobre mi mejilla y otras más mancharon la camiseta blanca de cuello. Me quedé congelado, como si el mismo tiempo se hubiese detenido, viendo al joven de tez morena lanzar golpes de puño sobre el tío Miguel, uno tras otro.

 

Cuando llegó la policía, el caos propio de las peleas callejeras se comenzó a apagar. Entonces, entendí lo que había sucedido. Resulta que Tenor — el violento joven que perpetró la golpiza — se había enterado que el tío Miguel iba a estar en aquel preciso local en aquella fría y gris noche de agosto. Debo aclarar que ese tal Miguel no era mi tío — gracias a Dios — sino que la gente lo llamaba así, por su extraordinaria (por no decir sospechosa) generosidad.


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Esta historia en realidad comienza algunos años antes, cuando Tenor perdió a su abuela y a sus dos padres en la peor época de la pandemia. Los tres fallecieron el mismo día. Los síntomas del virus actuaron con tal rapidez que, Tenor y su hermano, tuvieron que conducirlos al hospital de emergencia. Al llegar, la entrada estaba cercada por cintas amarillas de la policía. Los administradores del hospital estaban acusados de corrupción con fondos públicos. En esa precisa mañana, personal de fiscalía y de la policía nacional llegaron para realizar su detención. Las enfermeras derivaron a Tenor y a su hermano al hospital del otro lado de la ciudad, pero fue demasiado tarde. Sus padres y su abuela murieron en el camino.


Al pasar el duelo, unos años más adelante, Tenor se enteró de un hecho que, por esas casualidades de la vida, lo llevaría a ese momento en el que se encontraba encima del tío Miguel, rompiéndole la cara a puñetazos. Sucedió una noche, cenando con su hermano, cuando el canal de noticias informó que el tío Miguel era uno de los acusados en esa red de corrupción. Imágenes de las propiedades, yates, gimnasios, edificios, que había comprado con la plata de los negociados turbios, llenaron la pequeña pantalla de la televisión. Algo empezó a hervir dentro de Tenor mientras escuchaba la noticia. Cientos de imágenes fugaces de sus padres y abuela peleando — clamando, mendigando — por una bocanada de aire, aparecían en su cabeza como ráfagas de trueno. Y luego, solo silencio.

 

Mi involucramiento en esta historia se da por un evento fortuito, demasiado fortuito. Yo no salgo, detesto salir de mi casa. De hecho, las pocas veces que salgo — para evitar ser catalogado como un energúmeno — siempre sucede algo. Y esa noche no fue diferente. Explicaré brevemente el porqué de mi distanciamiento de la vida nocturna. No fue por alguna razón negativa ni mucho menos, sino porque simplemente mis horarios no cuadran con los suyos. Cuando uno se acostumbra a dormir a las diez de la noche y abre los ojos a las cinco de la mañana, no es solo tu cerebro el que se rinde ante el horario, sino también el cuerpo. Esa noche, recién llegamos al club alrededor de las diez. Adentro, entre bostezos y la interminable búsqueda por un lugar decente donde sentarnos, lo vi.


Era un hombre grande, por lo menos un metro noventa de alto, de hombros anchos. Se reía jocosamente y a todo volumen, moviendo los brazos cual director de orquesta, entreteniendo a sus amigos con alguna historia que francamente no lograba–ni me interesaba–escuchar. En un momento se dio vuelta y me dijo –¡Que hubo! Brother–extendiéndome la mano. No se si se había equivocado de persona o simplemente mi cerebro no reconoció esa cara en particular. Para entonces, pasada la media noche, mi cuerpo y cerebro empiezan a fallar. Trataré de explicarlo: es como la necesidad de ir al baño. Cuando tienes que ir, tienes que ir. De la misma manera, cuando las manecillas del reloj se juntan en la parte norte del reloj, necesito un lugar donde acostar la cabeza y suspender el cerebro — aunque sea por algunos minutos.

 

Pero bueno, después hablamos de mí. Vamos con el hombre escandaloso de camisa celeste y acento extraño que entretenía a sus amigos. Este ejemplar se movía de un lado al otro dentro del antro, empujando a las personas a diestra y siniestra. No obstante, su enorme tamaño obligaba a las pocas personas que se daban la vuelta después del empujón para reclamar a pensar dos veces. Al ver un individuo de ese tamaño, se tragaban el orgullo amargo y seguían al frente, con el ceño fruncido.

A pesar de todo, la simpatía del enorme individuo me cautivó y nos invitó a sentarnos en su mesa. Allí, sentado a su lado, estaba un personaje risueño, al que todo mundo llamaba tío Miguel. Las personas que entraban al club lo saludaban como si fuese el dueño — y ahora que lo pienso probablemente era uno de ellos — los camareros se percataban de que nunca le falte un vaso lleno en su mano y un elemento de seguridad se acercaba constantemente a susurrarle algo al oído.


No lo sabía aún en ese momento, pero media hora más tarde conocería a Tenor y entablaríamos una amistad profunda y verdadera, a raíz de ese primer contacto violento y surreal. Es decir, cuando lo vi golpeando al tío Miguel en la vereda, afuera de ese club nocturno.


Esa noche, cuando lo arranqué de encima del viejo panzón para que no lo siga golpeando, por alguna extraña razón me nació el instinto de ayudar a este joven desconocido. Lo llevé lejos de la escena, antes de que llegara la policía. En el trayecto, mientras se mermaba la adrenalina dentro de su sistema, me contó su historia. Empezamos a frecuentar una vez por semana con Tenor. Por supuesto, yo me empapé del tema de la red de corrupción liderada por el tío Miguel y en nuestras reuniones semanales pasábamos horas leyendo y comentando el caso. Unos meses después del incidente, el tío Miguel fue condenado a cumplir dos años de cárcel. Embargaron las pocas propiedades que no fueron puestas a nombre de sus testaferros. Cumpliría su condena y regresaría a vivir su vida. Algunos le llaman a eso justicia. Otros, como Tenor y yo, lo llamamos la prueba fehaciente de que nuestros sistemas sociales están en una etapa terminal. 


Una semana después de la noticia de la condena, tuvimos nuestro último encuentro. Allí, en la mesa, después de ordenar dos quesadillas campechanas y un par de cervezas, Tenor me confesó que encontraba consuelo en sus sueños. El único consuelo — decía— pues la condena que recibió el tío Miguel era irrisoria. Me dijo que en ellos, en sus sueños, se veía a sí mismo llevando al tío Miguel de la mano, hasta la puerta del infierno. Una vez allí, abría la puerta y sentía el calor de las llamas, ardiendo abajo. Me dijo que también escuchaba los gritos y los lamentos de los condenados. Luego, cuando volteaba hacia el hombre, veía una cara borrosa, sin ninguna facción distinguible. Era él, era yo, eran todos a la vez — murmuraba.

 

El sueño terminaba con Tenor empujando, con la planta del pie derecho, al hombre sin rostro, con las manos amarradas. Lo mandaba adentro, hacia las llamas ardientes del mismo infierno.


Cuando tenía ese sueño — decía Tenor — amanecía con una sensación de liviandad indescriptible. 


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