A todos los optimistas que lean esto.
El hombre caminaba hacia la orilla de al frente, por las piedras, de un río casi seco. Un hilo de agua, más parecido a un chorro de orina que a un río, abría su paso sin esfuerzo entre las enormes piedras que adornaban el paisaje. Así estaba el río Tomebamba, hoy 6 de septiembre de 2024.
Mientras pienso en esa escena, escucho un podcast sobre el auge de los carros eléctricos. Curioso, no se dan cuenta que la energía necesaria para cargar sus baterías proviene de generación termoeléctrica, casi en su totalidad. Billones de barriles de hidrocarburos se necesitan para cargar esas baterías. Baterías necesarias para que sus dueños puedan dormir en las noches con la consciencia tranquila. Pero así hemos vivido toda la vida, ¿no? ¿Acaso no nos sentimos “limpios” al sacar la basura en las noches? A pesar de que no tenemos idea de lo que pasa con esas fundas negras, azules y verdes que sacamos todos los días. Toneladas de basura que mágicamente desaparecen mientras dormimos en serena paz. A lo mejor los pobres diablos que arriesgan su vida día y noche para recoger los excrementos de las ciudades lanzan todas las fundas a un mismo lugar. Piensen en ello y disculpen mi honestidad, pero creo que no le damos la importancia necesaria al grave problema que son nuestros desperdicios, o peor aún, nuestra misma existencia. Gravísimo problema.
Volvamos al agua. Mi abuelo Rodrigo vaticinaba que la próxima guerra iba a ser por agua. Para el pesar de la humanidad, creo que tenía razón. Escribo esto en medio de una sequía aterradora en todo el continente sudamericano y un récord de incendios a lo largo y ancho de este país. No he visto una lluvia decente hace más de cuarenta días. Alarmante. O quizás no. Quizás dentro de poco empieza a llover a cántaros y en ese entonces el problema serán las inundaciones y la inclemente lluvia.
¡Te maldigo San Pedro, haz que pare de llover! - exclamarán.
Extraños seres, los humanos.
Y la violencia. Ayer una atleta de Uganda fue quemada en carne viva por su esposo. Quemada. Viva. Rociada con gasolina y prendida fuego por la única persona que, supuestamente, la iba a acompañar toda la vida, en las buenas y en las malas. En la salud y la enfermedad. A donde hemos llegado. Enseguida saltan los héroes y heroínas de redes sociales a compartir su indignación y cambiar sus fotos de perfil. Después de unos meses aquella corredora sera una estadística más. Me gustaría preguntarles a todos aquellos sufridores si se acordarán del nombre de Rebecca Cheptegei la próxima semana. Lo siento Rebecca. Siento que tu muerte se convierta en clickbait para los revolucionarios modernos. Revolucionarios de salón, como los llamaba Ernesto Sabato. Aquellos que prendían revoluciones latinoamericanas desde cómodos salones en Paris y en Roma. Ahora se han convertido en revolucionarios de teclado. Lamentable el estado de la juventud de ahora. Mas lamentable aún, lo que viene después.
Y el alejamiento de lo que nos hace humanos. Esperaba mi turno para retirar el carro de la sagrada Revisión Técnica Vehicular. Trámite necesario para la matriculación de los vehículos en este surreal país lleno de burocracia inepta. En esa espera, observé a uno de los servidores públicos. Lo observé detenidamente, con detalle. Un pobre diablo con un overol gris con amarillo que caminaba hacia mi vehículo. Se lo veía descuidado, flojo, débil, enfermizo. Caminaba con un desdén sin igual. Caminaba con esa paz que imagino adquieren los burócratas al saber que a fin de mes les llegará un cheque, hagan lo que hagan. No por su eficiencia o por su capacidad de crear y hacer de este mundo un lugar mejor. No, para nada, ese caminar que indica una muerte lenta del espíritu humano. Ese caminar apocalíptico. Ese caminar robótico, deshumanizado, deprimente. ¡Qué lejos estamos de ese hombre renacentista que creía ser Dios!
Más violencia. Al día siguiente fui a otra oficina para continuar con el trámite de matriculación del vehículo. Copia de la cédula, copia de la matrícula anterior, copia de un pago de algún servicio básico, y una cantidad de otros pagos y requisitos absurdos para poder terminar el maldito tramite. Llegué y no había nadie más que tres burócratas aburridos mirando su celular y un guardia a la entrada del recinto. Obviamente, imaginé lo que siempre sucede en este pobre país.
-Lo siento, no hay sistema. Deben estar atentos a las redes sociales de la empresa. - me dijo el guardia antes de que yo pudiera abrir la boca.
Tomando en cuenta todo el tiempo perdido en ir hasta allá, además del hecho de que los pagos realizados tenían un tiempo límite de validez, lo que significaba tener que pagarlos nuevamente cuando el bendito sistema regrese. Mi cabeza, alimentada de violencia desde que tengo uso de razón, quiso ir y agarrar el hacha de mi carro y destrozar aquella oficina estatal inepta. Pero no, no lo hice. Primero, porque aún no tengo un hacha en el carro y segundo, porque no estoy tan loco. Solo respire hondo y fui al carro, resignado a volver otro día.
Pensé en lo cerca que estamos todos los días de volvernos bestias nuevamente. Una fina línea imaginaria nos detiene.
Termino este ensayo pensando en un futuro donde posiblemente tengamos que volver a caminar entre palos y piedras. Digo posiblemente, porque a lo mejor no viva para verlo, para bien o para mal. Conocer de cerca la fragilidad de la vida ha despertado en mi un vaivén mucho más grande del que venía acarreando desde hace ya muchos años. Un vaivén que pendula entre el optimismo y la Fe en el ser humano y el pesimismo que surge ante el absurdo de la vida. Hoy, con todo esto, es difícil ver el silver lining como dicen los gringos.
A todos los optimistas que lean esto… les pido que me contagien, porque hoy se me ha perdido.
ED
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