Las tres vidas de Arnaldo Ramírez
- Esteban Darquea Cabezas

- May 10
- 6 min read
Updated: May 11
Cuando estás solo, en tu cuarto— empezó a escribir Arnaldo en una de las páginas amarillentas de su viejo y maltratado diario — y la luz del día se escurre lentamente por la ventana para dar paso a la oscuridad. En esos pocos minutos antes de encender la lámpara, una voz en tu cabeza te empieza a preguntar:
¿Quién eres?

Arnaldo Ramírez pensaba constantemente sobre su propósito en la vida. Se cuestionaba el fin de todo lo que hacía la gente del mundo: desde lavarse los dientes, hasta ir al supermercado. No encontraba la razón para ir a la oficina de la contadora a fin de semestre, o sentarse ocho horas frente a un computador para recibir un cheque a fin de mes. Menos el ir de vacaciones a lugares atestados de gente para guardar una foto frente a la nonagésima maravilla del mundo.
Esos pensamientos recurrentes convencieron a Arnaldo de que a lo mejor debía vivir tres vidas en el tiempo en el que la mayoría solo vive una. Tal vez así — siguió escribiendo — encuentre la respuesta que tanto busco.
..si no lo logro, por lo menos sabré que morí intentando. — escribió antes de cerrar su cuaderno. Desde aquel día, a sus quince años, Arnaldo empezó a crear la primera de sus tres vidas.
La primera vida
Arnaldo se convirtió en un joven astuto y tramposo, con una inteligencia envidiable. A los dieciséis años se retiró del colegio y empezó a manejar las apuestas en un casino clandestino que la mafia controlaba en el subterráneo de una vieja carnicería. En una hora, ganaba lo que su padre en un mes de trabajo duro. Su carácter firme y estoico se ganó el respeto de los miembros más viejos de la organización. En cuestión de meses logró entrar al círculo de confianza de la familia.
A los veintisiete años, Arnaldo se convirtió en el consigliere de la familia Bellomo, de raíces italianas que en ese entonces operaba desde Chicago hasta Detroit. Prostitución, lavado de activos, microtráfico, extorsión, compra y venta de vehículos robados y ocasionales asaltos a carros blindados. Durante once años, Arnaldo navegó las complejas aguas del crimen organizado.
Inteligente como era, nunca permitió que su nombre figure en transacciones que pudieran incriminarlo. Aún así, dos días antes de su cumpleaños número treinta, Arnaldo fue puesto bajo arresto por no colaborar con la justicia en el caso contra Giuseppe Bellomo, el Padrino, su jefe directo. La omertá, el código de silencio dentro de la mafia, es sagrada.
Fue su silencio que le condenó a cuatro años y tres meses de prisión. Y fue ese mismo silencio el que llevó a Arnaldo a entrar en su segunda vida.
La segunda vida.
Llevaba nueve meses encarcelado cuando empezó a generar ingresos mayores a los tres mil dólares mensuales haciendo trading en línea. La enorme red de corrupción manejada por la familia Bellomo permitió que Arnaldo sea recluido en una prisión de mínima seguridad. Allí, uno de los programas de rehabilitación incluía el acceso a tecnología y a cursos subsidiados por el estado. Arnaldo siguió Economía, Análisis de Datos y Psicología del Inversor. Estudiaba todas la horas que estaba despierto — cuando no estaba en el patio levantando fierros — y culminó todos con una aprobación excelente.
Arnaldo, quien todos los días se recordaba a si mismo de su compromiso con sus tres vidas, era brillante. Once años de su vida los dedicó a una vida corrupta y tramposa. Ahora, sin embargo, usaría ese don para generar un patrimonio gigantesco, inimaginable para un pobre niño de granja como él. Un patrimonio que ni el mismo Giuseppe Bellomo habría sido capaz de construir— pensaba Arnaldo. Le tomaría tiempo, pero afortunadamente eso era lo que más tenía en ese momento, en su segunda vida.
Arnaldo cumplió solo dos años de prisión por su buen comportamiento y por recomendación del psicólogo del departamento de rehabilitación social — quien, por supuesto, estaba en el rol de pagos de la familia Bellomo. Ese, sin embargo, fue el último gesto de la familia con Arnaldo, por su lealtad y silencio durante los juicios en contra del Padrino. Arnaldo había solicitado que se le desligue de la familia una vez cumplida su condena. Su deseo fue respetado.
Al recuperar su libertad, ese mismo año, Arnaldo compró una pequeña empresa de tecnología que estaba a punto de caer en bancarrota. Seis años después, la vendió por mil millones de dólares a un holding de inversiones de Dinamarca. Arnaldo, de treinta y seis años en ese entonces, invirtió treinta y cinco por ciento de su plusvalía en fondos indexados. Veinte por ciento destinó a comprar propiedades comerciales y logísticas en Europa y Asia. Quince por ciento lo destinó para proyectos de capital semilla, otro quince por ciento en proyectos de energía renovable e infraestructura y, por último, quince por ciento para proyectos sociales de nutrición y actividad física para niños y niñas en lugares vulnerables alrededor del mundo. Desde los treinta y seis, hasta los sesenta y siete años, Arnaldo vio su patrimonio crecer de mil millones, a siete mil trescientos millones de dólares. Giuseppe Bellomo ni en diez vidas hubiera visto semejante cantidad.
El día de su cumpleaños sesenta y siete, sin embargo, Arnaldo fue hasta la oficina de su abogado para encomendarle una tarea muy importante.
Era hora de empezar su tercera vida.
La tercera vida
A esta altura, Arnaldo seguía buscando la misma respuesta para la pregunta que escribió hace ya tantos años en ese viejo cuaderno de hojas amarillentas:
¿Quién eres?
A veces, la respuesta no es una sola — anotó en el mismo cuaderno viejo.
Recordó una parábola budista que había escuchado acerca de que la felicidad es como atrapar una luciérnaga. Si la persigues, probablemente se te escape una, dos y mil veces. Pero si tienes paciencia, y esperas, la luciérnaga pasará por tu lado y se posará sobre tus manos abiertas. Once años de crímenes que fueron absueltos por un sistema judicial corrupto. Treinta y un años persiguiendo un patrimonio inimaginable. Ahora buscaba algo más.
La Fundación Corazón de María quedaba a unas pocas cuadras de la oficina del abogado de Arnaldo. El sacerdote quedó en estado de shock cuando abrió el sobre con el cheque endosado a nombre de la Fundación por un valor de seis mil millones de dólares. El resto fue puesto a nombre de sus padres y hermanos, con quienes había perdido contacto desde que recibió su condena para ir a prisión. Los había visto por última vez en el tribunal, el día de su sentencia.
Una vez legalizados todos los papeles y firmados todos los contratos necesarios para dejar su vida pasada en orden, Arnaldo decidió terminar sus últimos años en una ciudad costera de un país del tercer mundo.
El viejo gringo, le llamaban los locales. Arnaldo encontró la realización mientras surfeaba las olas perfectas, de agua turquesa, en ese país desfalcado por políticos ignorantes y ambiciosos, pero lleno de gente buena. Esa playa de arena gruesa, su tabla de surf de segunda mano y un árbol de papaya al pie de su cabaña, vieron los últimos días de aquel viejo grande, de barba blanca y ojos tristes.
Esa tarde, el sol se empezó a esconder por el horizonte mientras Arnaldo Ramírez terminaba de leer estas palabras: la incomunicación, el culto a sí mismo, la reverencia a los dioses de la televisión, el trabajo deshumanizado, el imperio de la maquina sobre el ser, el sometimiento y la masificación, el creciente sentimiento de orfandad, la competencia feroz y el vértigo apocalíptico en el que toda posibilidad de diálogo desaparece.
Con profundo respeto digirió estas palabras al darse cuenta de que caminaba por la cornisa de su vida. Entonces, como por arte de magia, un golpe de iluminación, Arnaldo se dio cuenta de que a la final no fueron solo tres, sino miles de vidas potenciales que vivió al mismo tiempo. Entró a su cuarto, abrió la pequeña puerta de madera de su velador y sacó el viejo cuaderno donde empezó a escribir su vida cuando tenía solo dieciseis años.
Es por eso que nos vemos reflejados en el prójimo. — escribió Arnaldo — Tratamos de buscar en otros aquello que no somos, al mismo tiempo que desesperadamente queremos apreciar lo que si somos en este preciso momento.
ED






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