Entré al baño. Cerré la puerta y me miré a los ojos por un tiempo largo. Entonces, sentí el impacto del primer cabezazo contra el espejo. Luego el segundo y finalmente el tercero. Miré hacia abajo y vi el hilo rojo de sangre chorreando por el desagüe y un montón de pequeños pedazos de vidrio que yacían sobre el piso y el tocador. Arranqué con furia el dispensador de toallas de papel y lo lancé contra la pared. Luego pateé el basurero contra la puerta y su contenido voló por todo el lugar. Todo esto sucedió en menos de un minuto.

Levanté la mirada nuevamente. Ahí seguía el espejo intacto. Mi cabello arreglado y mi frente sin ninguna herida. Me toqué el pecho, los brazos y las piernas en busca de sangre. Nada.
Esa inesperada ilusión de descontrol llegó de golpe. La tristeza, y mi incapacidad para regresar el tiempo, causaron en mi una frustración que — por suerte — culminó en un colapso nervioso imaginario. Pero la sangre era real. El sentimiento era real. La rabia y la impotencia eran reales. Dentro de mi, lo eran.
Todo empezó unos días atrás, mientras dirigía al equipo durante una sesión de entrenamiento. Sudor y mucho sacrificio se derramaban sobre el tatami día tras día. Docenas de personas que sacrifican su valioso y limitado tiempo para ir y estudiar el arte. Personas comunes y corrientes que se sienten atraídas por ese curioso sentimiento que genera el Jiu Jitsu. El ejemplo de perseverancia y valentía que demuestran todos los hombres, mujeres y niños que pisan esas colchonetas diariamente es digno de admirar. No es fácil ir a un lugar en donde el ego es pisoteado constantemente.
Mientras los miraba, inmersos en ese maravilloso trance, me acordé de mi amigo. Recordé que nunca más lo veré pisar el tatami nuevamente. Nunca más veré esa sonrisa eterna iluminar la sala. Nunca más lucharé contra esa técnica pulida artesanalmente durante años. Nunca más tendré el placer de conversar durante horas con mi amigo, después de clase, acerca de sueños e ideas. Nunca más podré contarle acerca de mis aventuras y desventuras por el camino del arte suave. Nunca más. Ese episodio de furia descontrolada fue detenido únicamente por la serenidad que me ha dado el Jiu Jitsu después de casi veinte años. Ahora entiendo a esos orates que se descontrolan ante un bocinazo del automóvil de atrás. No tienen una válvula de escape. Y cuando esos instintos deben salir, explotan, y se llevan consigo todo lo que esté a su alcance.
Lo más triste de todo, es que la vida sigue. La vida sigue para todos. O tal vez eso sea lo mejor de todo. Quizás esas enseñanzas que me dejó sean justamente para eso, para ser más tolerante, para sonreír más. Su ejemplo me enseñó que ser un artista marcial no consiste en ser una persona soberbia, que se jacta de su conocimiento para pisar a otros. Por el contrario, la verdadera fuerza está la capacidad para sostener a la persona de al lado. Siempre luchaba con una sonrisa, si perdía o ganaba le daba lo mismo. Entendió que el proceso es infinito y solamente pierde quien se rinde, quien deja de entrenar. Puedo decir que entrenó hasta el último día. Como buen misionero del Jiu Jitsu, llevaba su kimono a todo lado, compartía su nobleza y buena onda con quien se cruzaba en su camino. De esas personas, pocas quedan ahora.
Por todo esto y más, entiendo que dejó un enorme agujero en muchas personas. Pero al mismo tiempo, algunos días tengo la esperanza de que eventualmente aprenderé a llenar ese vacío con sus enseñanzas. Llenar el vacío con amor, con pasión, con entusiasmo y Fe en el porvenir. Su sonrisa, a pesar de que el mundo se estuviera cayendo, aún me ilumina y me da esperanza. Me ayuda, en cierto sentido, a abrir el paracaídas en los días que siento que estoy en caída libre.
Hubo más de una vez en las que solo llegamos él y yo a entrenar: varias horas de combate y conversaciones filosóficas profundas sobre el sentido de la vida y las artes marciales. Espero chocar su puño nuevamente en ese lugar misterioso entre el cielo y el más allá, para luchar millones de veces, como lo hicimos aquí.
Después de todo, eso es lo que somos. Eso es lo que hacemos. Nacimos por segunda vez el día que conocimos el arte del combate, y moriremos como hijos de la guerra.
ED
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