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Writer's pictureEsteban Darquea Cabezas

Na-tu-ra-le-za

Estaba rociando el tatami con el liquido desinfectante cuando alcé la mirada hacia la puerta. Ahí lo vi parado en la entrada. Sus ojos verdes me miraban directamente sin parpadear. Era grande, por lo menos cuarenta kilos de peso. Tomando en cuenta que un lobo gris adulto puede llegar a pesar hasta sesenta y cinco kilos, no era un ejemplar pequeño para ser un perro callejero.


Me quedé un par de segundos embelesado por esa mirada, como si miles de años de evolución pasaran por mi cabeza a una velocidad absurda, hasta que finalmente salí de mi trance. Di un paso hacia adelante y enseguida el perro dio media vuelta y se fue. Un par de metros más adelante lo vi voltear a verme, con esa clásica mirada de los perros con las orejas tendidas hacia atrás, una curiosa mezcla de desconfianza y ternura.


En ese momento imaginé la misma escena en tiempos antiguos. En lugar de mi oficina, imaginé una cueva húmeda, quizás con una fogata prendida para cocinar la carne de algún animal cazado ese día. Imaginé al viejo perro marrón de ojos verdes como si fuese un lobo que se acercaba, temeroso, con el fin de recibir un pequeño trozo de comida en un invierno largo e inclemente. Imaginé el inicio de esa relación tan especial, formada entre humano y lobo hace miles de años: homo sapiens y canis lupus, juntos en una aventura épica a través de los años, hasta el día de hoy. 



Esa interacción me dejó pensando en la curiosa mezcla que somos los seres humanos, racionales en ciertos aspectos y salvajes en otros. Este pensamiento me acompañó durante varios días, hasta que emprendimos nuestro viaje hacia la costa ecuatoriana, para celebrar el fin de año con mi familia. Un viaje mágico, desde las montañas de la sierra, atravesando trozos de selva tropical, para terminar a nivel del mar, en la planicie costera. Paramos en la vía para almorzar luego de poco más de seis horas. Cuando me senté en la mesa, lo vi fumando a lo lejos. 


Tony


Era un tipo robusto, con un reloj enorme en la mano derecha y una cadena de oro gruesa colgada del cuello — un Tony Soprano guayaco. Tenía la clásica parada de los fumadores de cepa. Aquellos que agarran el cigarrillo entre los dedos índice y medio, con el pulgar extendido. Dio una jalada larga y sostenida y luego soltó el humo por la nariz. Entonces, cambió el agarre del cigarrillo, ahora con el indice y el pulgar, y se lo ofreció a su compañero que se encontraba parado junto a el.

 

La jerarquía en las manadas de lobo siempre empieza con el alfa a la cabeza. La cultura popular nos ha hecho creer que un macho alfa humano viene a ser un Tony Soprano. Alguien que, a través de la fuerza bruta, el miedo y el poder — normalmente adquirido a través de grandes cantidades de dinero — domina a su manada. Esa escena en el comedor me recordó esta creencia popular. Creencia popularizada por un biólogo que estudió a lobos en cautiverio y luego desestimada porque el comportamiento en la naturaleza es completamente diferente. En su ambiente natural, el alfa no siempre es el más fuerte o violento, aquel que domina una manada de lobos. El lobo alfa es aquel con más experiencia, quien coordina las cacerías y se preocupa del resto de la manada. Velando por la educación de los lobos más jóvenes y de la salud de los ancianos. 


Mientras terminábamos de comer, seguía de cerca a los dos amigos fumadores recreando esa escena de los Sopranos hasta que, finalmente, se subieron en un todoterreno Chevrolet Tahoe color negro, con videos oscuros y emprendieron su viaje hacia lo desconocido. Entonces, pensé que a lo mejor si eran mafiosos y no solamente producto de mi imaginación.


Nos subimos al carro y continuamos nuestro viaje hacia el mar. El camino es largo, recto y en algunos tramos se vuelve muy aburrido. Si no fuera por la música y las historias en mi cabeza, es difícil mantenerse despierto. Fue entonces cuando lo vi. 


Arturito


Estaba acostado, solo con la cabeza levantada del suelo, un gorro desvanecido y mal puesto, y la cara chamuscada por el sol. Arturo había salido de su casa a tomar con sus amigos desde el sábado anterior y nunca regresó a su casa. Mala costumbre de tomar como salvajes para celebrar año nuevo — aunque en realidad, cualquier excusa sirve en esta cultura alcohólica.

 

Sin saberlo, esas fueron las últimas horas de aquel pobre hombre cuyo nombre era Arturo. Unas horas después, fue encontrado muerto por dos oficiales de transito ahí mismo, en el lugar donde yo lo había visto al pasar en nuestro viaje hacia la costa. En la acera, con un sol rabioso, deshidratado y con un tremendo golpe en la parte de atrás de la cabeza. Nadie supo si fue producto de la borrachera, o algún tercero lo había atacado y dejado por muerto, tirado en la calle. Una muerte más de un pobre hombre, nacido y criado en la miseria, mientras nosotros espectadores pasamos por su lado con una indiferencia aterradora.


 — Mi Arturito, mi Arturito… — sollozaba su madre. Una señora de ochenta y dos años, madre de cinco hijos. Arturito era el último que le quedaba vivo. El resto había muerto por diferentes circunstancias, propias de aquella pobreza inhumana en la que vive gran parte de la población. Por un lado, ignorancia y falta de atención médica habían agravado problemas de salud simples que terminaron con la vida de dos de ellos. Los otros dos murieron en un intento de sicariato fallido, en donde — irónicamente —  el único sobreviviente había sido el objetivo principal. Una ráfaga de metralletas acabaron la vida de doce personas esa noche. Arturito era el último que caminaba por la cuerda floja, desafiando la muerte dado su grave problema con el alcohol. 


— Mi Arturito, mi Arturito… dijo por última vez doña Blanquita, antes de lanzar un pequeño ramo de flores sobre el ataúd de cartón.


ED

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