Ese día de septiembre del año dos mil uno, estábamos de visita con mi mamá en la ciudad mexicana de León - Guanajuato. Mi hermano Diego y su familia se habían trasladado allá debido a su trabajo como ingeniero en alimentos en la empresa multinacional Nestlé. Recuerdo la impresión de todos nosotros al prender el televisor y ver las noticias. Era surreal, al principio parecía una broma de mal gusto o un stunt publicitario para alguna película de acción, pero no.
La realidad se asentó de manera dramática cuando vimos que el segundo avión - el vuelo 175 de United Airlines - se estrelló contra la torre sur del World Trade Center. Esa imagen quedará tatuada en la memoria de todos quienes teníamos uso de razón en ese día. Gradualmente más videos e imágenes llegaban en vivo a los noticieros. Se me viene a la mente con particular claridad la escena de George W. Bush sentado con un libro infantil sobre sus piernas, rodeado de niños y niñas de alguna escuelita. En ese momento un asesor le susurraba al oído lo que estaba sucediendo. La pausa y esa mirada perdida - que duró unos pocos segundos - del presidente de la nación más poderosa del mundo, es una imagen que se quedará impregnada en mi retina para siempre.
Nadie merece morir de esa manera. Los daños colaterales de esos atentados persiguen a miles de personas hasta el día de hoy. También a veces me trato de poner en los zapatos de todas esas personas inocentes del medio oriente que desde ese entonces viven siendo objeto de bromas y segregación en todo lado por culpa de un puñado de psicópatas extremistas. Un acto de violencia supremo, de esos que te dejan en estado de shock. Me dan escalofríos solo de pensar en los obscuros lugares adonde puede llegar el alma humana. Solo ahí pueden existir semejantes actos, situados junto a los horrores cometidos en los campos de exterminio de la Alemania nazi y los gulags soviéticos.
La realidad tal y como la conocía cambió ese día. Por lo menos para mi. Nunca más pudimos viajar con esa libertad de antes, como cuando era niño. El miedo y la desconfianza se apoderaron del mundo. Desde ese fatídico nueve once, las líneas para entrar en los aeropuertos son eternas. La seguridad es peor que entrar a una correccional de máxima seguridad y te llevan en el avión amontonado como en el trolebús de la ciudad de Quito en horas pico. Me acuerdo que antes era un lujo viajar. Me parecía divertido todo el trajín de madrugar, ir al aeropuerto y ni hablar de la emoción de subirme en un pájaro de acero que volaba a tres mil metros sobre la tierra a velocidades imposibles. Hasta te daban cobijas y almohadas - ojo, estoy hablando de la clase turista; en primera clase recuerdo que salían hasta con un bolsito lleno de amenidades como si fuese un hotel: botellitas de champú, acondicionador y hasta esas máscaras que te pones en los ojos para dormir. Ahora solo falta que te facturen por un vaso de agua.
Curiosamente; esa misma capacidad asombrosa del ser humano para construir maquinas de doscientas toneladas que nos transportan por el aire, se convirtió en la razón de ser para que existan actos demoníacos de terrorismo y permite la propagación de enfermedades a ritmos nunca antes vistos.
Me he sentado a pensar en varias ocasiones, cual es esa casi enfermiza necesidad de viajar por todo lado. Pienso que tiene que ver mucho con una desesperación por salir y escapar - aunque sea por unos días, unas semanas - de la angustia de la vida moderna; más que un instinto primitivo que nos obliga a recorrer lugares. Me da la triste impresión que la mayoría viaja para escapar de su vida, solo para tener que, inevitablemente, regresar a ella misma. Por alguna razón nuestros antepasados pudieron establecerse y dejar su ethos como cazadores recolectores. Si lo pensamos detenidamente, la actual pandemia y crisis sanitaria mundial se debe en gran parte a nuestra capacidad para movilizarnos de un continente a otro en menos de medio día. Curiosamente; esa misma capacidad asombrosa del ser humano para construir maquinas de doscientas toneladas que nos transportan por el aire, se convirtió en la razón de ser para que se den actos demoníacos de terrorismo y permite la propagación de enfermedades a ritmos nunca antes vistos.
Por otro lado, si no fuese por esa capacidad para viajar, quizás el jiu jitsu nunca hubiese llegado a Brasil. De la misma manera, yo no hubiera tenido la oportunidad de estudiar en Chile y no hubiera conocido a mi profesor Andres, por lo tanto no hubiera conocido el jiu jitsu y no estaría escribiendo estas líneas ¿o sí?
Hace poco me encontré con una página que hablaba acerca del astrónomo holandés W. de Sitter. En 1917 este personaje proponía que el tiempo no fluye con la misma rapidez en todos lados. Hay partes de nuestro universo - decía - donde el tiempo no transcurre: solo está. Y de esta manera me despido de ustedes y les digo que: viajen o no viajen, tratemos de aprovechar cada segundo de nuestras vidas, pues me acabo de enterar que hay lugares en donde el tiempo ni siquiera existe.
ED
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