Si no escribo, siento que el tiempo se llevará mis recuerdos. Quizás por eso empecé a escribir, para pelear esa batalla silenciosa y lenta, aún sabiendo que nadie nunca la ha ganado. No obstante, ese instinto tan humano de querer trascender, me obliga a escribir esto que viene a continuación. Me pasó cuando tenía 17 años y cambió el rumbo de mi vida.
Imagino que fue en época de vacaciones, aunque no recuerdo la fecha exacta. Mi amigo Jorge—uno de los pocos que tenían carro en ese momento—ofreció su Chevrolet Trooper de tres puertas para emprender un viaje. Jorge, Fernando, Rodrigo y yo, llenamos los asientos del jeep y partimos hacia lo desconocido.
Los recuerdos se mezclan de manera incesante y resulta difícil plasmar una imagen precisa. Quizás yo lo recuerde de una forma, pero mis tres amigos de otra. Quizás el uno traía una camiseta amarilla cuando yo la recordaba roja. Quizás el uno tenía gorra pero yo lo recordaba sin. A la final son pequeños detalles de forma y eso es lo de menos, porque el fondo es lo que importa. Y si, el siguiente recuento se compone de fragmentos de mi memoria y de nadie más. Lo único que quiero es plasmarlos lo antes posible antes de que sigan cambiando — o peor aún, se desvanezcan para siempre.

La partida
Al inicio la idea fue ir a un complejo de aguas termales que queda cerca de la ciudad, una zona donde hasta el día de hoy existen hostales pequeños y económicos. Y a su lado, por supuesto, un resort/spa de lujo, impagable para la mayoría. Solo Dios sabe que se nos metió en la cabeza para cambiar el plan y decidir ir a Lago Agrio, una ciudad a seis horas de distancia de la capital — ¡vaya desvío! El objetivo era llegar a la Reserva de Producción Faunística Cuyabeno, un lugar metido en medio de la selva. Rodeado de lagunas de agua negra, caimanes, monos, jaguares, anacondas, delfines rosados y hormigas del tamaño de un gato.
Pero primero debíamos transitar el largo y traicionero camino que lleva al paraíso. La primera noche dormimos en una casa abandonada en medio de la nada. Un par de latas de atún, un poco de arroz y las carpas que habíamos llevado nos acompañaron esa noche. A la mañana siguiente, descubrimos que el lodo en esa zona era espeso y traicionero, razón por la cual el carro se quedó atrapado. Un par de horas volaron hasta que finalmente liberamos la máquina y seguimos hacia nuestro destino.
Más adelante nos encontramos con un control militar en la carretera. Los soldados estaba revisando vehículos públicos y particulares. Nosotros fuimos detenidos porque uno de mis amigos llevaba una camiseta camuflada tipo militar (en ese entonces había muchos problemas por el tema de la guerrilla entre Ecuador y Colombia — tema que nos iba a alcanzar nuevamente más adelante en el viaje). Los soldados nos bajaron del carro y procedieron a revisarnos y a nuestras maletas que estaban en la parte posterior del jeep. La suerte brilló cuando uno de los soldados pasó por alto uno de los bolsillos de la maleta de otro amigo donde había un frasco con una sustancia sujeta a fiscalización. Luego de unos minutos de intensa angustia y sudoración excesiva de mi parte, nos dejaron ir. Durante todo el periplo yo solo pensaba en qué iba a decir en casa cuando haga la llamada desde la cárcel. Nos liberaron con la condición de no ocupar ropa militar en la vía pública.
En ese entonces no existía el iPhone, ni Waze, ni Google Maps. Fue así que ingenuamente pasamos la frontera y llegamos a Colombia. ¿Recuerdan el tema de la guerrilla? Pues en ese momento vino el segundo susto de aquella travesía. Nos dimos cuenta de que algo andaba mal cuando pasó por nuestro lado una camioneta que traía personas encapuchadas y armadas en la parte posterior. Por suerte solo pasaron por nuestro lado y tocaron la bocina — mas no nos secuestraron. Dimos media vuelta y llegamos esa misma tarde a Lago Agrio, una ciudad mucho más pequeña que Quito, pero lo suficientemente grande para conseguir un paquete de tours para entrar al Cuyabeno.
Hacia rutas salvajes.
Aquí continúa la historia que hizo girar los engranajes del destino que me llevó por rumbos desconocidos hasta traerme acá, frente a esta computadora en mi academia de Jiu Jitsu, tomando mate mientras escribo estas líneas.
El río era negro — aunque después el guía nos explicó que aquel no era un río sino una laguna. En épocas de lluvia, aquellas lagunas se llenan de agua y eso favorece la descomposición natural de la materia orgánica que cae de los árboles y por eso el color negro. Meterse en el agua era un acto de fe. Todo era divertido hasta que sentías que tu pierna tocaba algo. Ver si era una rama, una serpiente, o un caimán, era imposible dado el color negro azabache del agua. Por fortuna, todos seguimos vivos para contar la historia, por lo cual imagino que eran ramas o algas; o quizás un caimán — pero recién comido.
¿Fotos? casi ni una. Creo que en la casa de mi mamá existen todavía un par de fotos que revelamos unos meses después del viaje. Pero creo que ese hecho hace que la experiencia haya sido mucho más enriquecedora, por lo menos para mí. Imagino que ese paseo ahora sería diferente. No sé si mejor o peor, solo diferente. Más tiempo editando fotos y subiéndolas a Instagram que realmente apreciando los momentos que nos dio ese lugar mágico.
El punto de quiebre
Hablaba hace un momento sobre el hecho de que aquel viaje quizás fue uno de los detonantes que me llevó hasta donde estoy ahora. Todo empezó cuando el guía — cuyo nombre se borró de mi memoria — nos explicó acerca de una planta, la quina, de donde se extrae la quinina, un medicamento natural para tratar la malaria. Además, también tiene propiedades para tratar inflamaciones y dolores. Luego, al caer la noche, nos llevó a ver los hongos bioluminiscentes (que brillan en la oscuridad). No se si conocen la selva, pero la oscuridad de la selva es distinta. Es una oscuridad total, aterradora, donde poco a poco te cubre el sonido de los insectos. En fin, poco a poco el suelo se empezaba a iluminar de forma mágica por los hongos. El guía era hijo de indígenas pero se había ido a vivir a la ciudad por algunos años. Regresó a su comunidad para ser guía de turismo. Hablaba su idioma nativo, español e ingles y, además, conocía los secretos del bosque.
Ese contacto con el río, la selva, los monos, la comunidad, las miles de millones de especies de plantas, me llevó a elegir la carrera universitaria. Ese viaje me llevó, de cierta manera, a estudiar Ingeniería en Medio Ambiente y Recursos Naturales. ¿Quién en su sano juicio no querría proteger el planeta después de experimentar la selva amazónica de esa manera tan cercana, tan primal, tan humana en el buen sentido?
Y así llegué a Chile a estudiar la universidad. En ese hermoso país conocí el Jiu Jitsu y casi veinte años después me encuentro aquí, en Cuenca, viviendo del Jiu Jitsu y transformando vidas. Por eso recuerdo aquel viaje con tanto cariño y siempre con una sonrisa.
Ese viaje selva adentro contribuyó para ser quien soy ahora. Quizás no estoy en la selva amarrándome a los árboles milenarios para que no los talen las mineras transnacionales, pero me dedico a formar seres humanos íntegros. Un ser humano así cuida su tierra, la protege, y contagia con el ejemplo.
Las vueltas de la vida, ¿no?
ED
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