Solo un tipo normal
- Esteban Darquea Cabezas

- Jul 29
- 4 min read

Me agaché con la funda negra en las manos para recoger la caca de mi perro. Eso es lo que se hace, ¿no? si sales con tu mascota, tienes el deber civil de recoger ese pedazo de mierda para que nadie más la pise. A esto llamo conductas propias de una sociedad civilizada.
Es por eso que, lo mínimo que pido, es un poco de maldito respeto por parte del resto de personas. Quizás eso es lo que más me indigna de la forma en la que vivimos, o mejor dicho, la forma en la que nos han acostumbrado a vivir —entrenado para vivir. Me indigna la falta de respeto. Desde que empezaron los asaltos masivos en esta tranquila ciudad, empecé a caminar con una espada atada a mi espalda. El miedo me obligó a llevarla, pero el respeto que infundía me hizo continuar llevándola.
Los viernes y sábados, al caer la noche, se forma una fila de carros que se estacionan al borde del parque. La música a todo volumen, botellas de cerveza y vasos plásticos por doquier. Gritos, peleas, conductas propias de animales, más gritos, botellas rotas, envases de polietileno flotando por todo el parque y la calle. Un pequeño adelanto de Sodoma y Gomorra, a dos cuadras de casa.
Una noche, salimos a pasear con mi esposa y el perro. Todo iba tranquilo mientras doblábamos la esquina hacia el parque. De repente, la música empezaba a escucharse con más claridad. Fue entonces cuando percibí el característico olor a ebriedad y tabaco en el aire. Entonces vi el carro rojo. El conductor, un individuo pequeño de estatura, flaco y con un tatuaje mal hecho en el cuello, le hizo un gesto obsceno a mi esposa. Lo hizo cuando pasamos, pero pude verlo por el retrovisor del espejo del carro de adelante. Sin embargo, opté por seguir caminando, como si nada hubiese pasado.
Al día siguiente: misma caminata, misma rutina, mismo parque, mismo carro rojo. Una muchacha con sobrepeso bailaba, de forma indecente, al ritmo de una música todavía más indecente. El conductor del carro se bajó a orinar, como perro, sobre el poste que sostiene una señal de DOBLE VIA. Su amigo, en el asiento del copiloto, enrollaba un maduro con queso. Entonces, amarré a mi perrito en un poste, agarré la espada y la desenvainé. Me dirigí hacia el primer carro estacionado, del cual provenía la música que contaminaba la paz del barrio. El conductor levantó la mirada y me vio llegar de frente, mientras se subía la cremallera del pantalón. En un movimiento preciso y sutil, le corté la cabeza. Sus amigos se encontraban a pocos metros de distancia. La cabeza rodó — como en una caricatura japonesa — hacia el medio del grupo de desordenados que bailaban. Como si fuese una escena en cámara lenta, la cabeza cercenada entró en medio del círculo y luego se detuvo. Los ojos blancos quedaron apuntando hacia arriba, cuando empezaron a correr como gallinas desesperadas. Al conductor del Vitara lo alcancé por la espalda y al copiloto le cercené la pierna derecha, a la altura de la arteria femoral. El resto siguió corriendo hacia todos los puntos cardinales, clamando por su vida.
Algo similar ocurrió un día después. Con la adrenalina aún bombeando por el evento de la noche anterior, me vi atrapado en un tráfico maldito al medio día. La radio empezó a transmitir las noticias sobre la masacre en un parque, así que decidir cambiar la estación. Estaba tarde para recoger a los gemelos de la guardería y al perro de la veterinaria. El semáforo se puso en amarillo, así que frené para no causar un trancón en plena intersección. El taxista que venía detrás— un pelafustán con corte de pelo estilo mohicano y gafas oscuras con marco amarillo — se clavó en la bocina. Lo miré por el retrovisor y con mi mano derecha hice un gesto de calma, pues no tenía la posibilidad de elevarme por sobre el tráfico — por más que lo deseara. Nuevamente el caballero se clavó en la bocina mientras levantaba el dedo del medio en mi dirección. Prometo que intenté con todas mis fuerzas mantenerme dentro del automóvil, pero algo se apoderó de mi y pulsé el botón que desbloquea las puertas. Agarré la espada que descansaba sobre el asiento de al lado y me bajé. Me imagino que el señor taxista nunca imaginó lo que iba a suceder, pues también se bajó y me seguía apuntando con el dedo del medio directo a la cara. Otro sutil y preciso corte a la altura de la muñeca cambió el semblante del taxista altanero. Su cara se palideció al ver que de su antebrazo brotaba un chorro de sangre similar a Old Faithful — el famoso geiser de Yellowstone. Me subí al carro y seguí mi camino. Estaba cinco minutos tarde para recoger a Nick y Nate.
Entonces, una leve brisa golpeó mi rostro y me hizo regresar al presente: Ahí seguía la muchacha con sobrepeso que bailaba de forma indecente al ritmo de una música todavía más indecente. El conductor del carro rojo se bajó a orinar, como perro, sobre el poste que sostiene una señal de DOBLE VIA. Su amigo, en el asiento del copiloto, enrolla un maduro con queso. Entonces, esperé que mi perro termine de orinar y seguimos caminando. Atrás quedaron los carros con la bulla que cubría cuatro manzanas y despertaba a más de un recién nacido. Siguieron con su vida, sin el menor respeto por el prójimo.
La espada seguía colgada a mi espalda, pero no tenía filo.
Seguí caminando, porque solo soy un tipo normal.
ED






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